Pese a su fama de urbe regionalista, Bogotá siempre ha sido una ciudad cosmopolita. En los tiempos más castizos del bogotanismo principios del siglo XX, varios destacados bohemios de la Gruta Simbólica eran boyacenses (Julio Flórez, Antonio Ferrón) y vallecaucanos (Carlos Villafañe). De los últimos doce alcaldes del Distrito, la mitad nacieron lejos de la capital.
De todos modos, ningún testimonio mejor sobre el volumen y fuerza de las colonias de otras regiones que los partidos de fútbol en El Campín, donde a menudo son más los hinchas de los equipos visitantes que los de los locales.
¿Significa el repunte de los nacidos en Bogotá un renacimiento del cachaco? Todo depende de qué se considere cachaco, término que ha sufrido variaciones semánticas desde cuando se aplicó por primera vez en 1833. El cachaco era entonces el joven liberal opuesto a la dictadura de Rafael Urdaneta; más tarde, según Rufino J. Cuervo, pasó a significar elegante y garboso; en 1858 se hizo más específico y abarcó al bogotano raizal, joven, galante y de buen humor (Emiro Kastos); Laureano García Ortiz amplió el concepto en 1932 al producto refinado del tipo colombiano; pero después la opinión limitó el gentilicio a los bogotanos, y últimamente los costeños lo aplican a sus compatriotas del interior: de Magangué para abajo, todo es cachaco. Entre los bogotanos, el cachaco sigue siendo aquel que tiene viejos lazos familiares afincados en la capital. Estos se consideran a sí mismos una minoría.
Más allá de censos y emociones, el Dane revela que Bogotá es un buen vividero: elevada producción industrial, ingreso per cápita superior al resto del país, índice de homicidios inferior al de Cali y Medellín, promedio de escolaridad más avanzado. Sin contar sus progresos viales y de parques. Las cifras del Dane desnudan la fortaleza y la flaqueza de esta ciudad, que es de todos y de nadie. Consolidar el sentido de pertenencia debe ser uno de los objetivos de los 7 millones de cachacos.
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