Tradicionalmente se sostenía que los impuestos directos (renta, patrimonio, etcétera), al no ser trasladables, eran el vehículo ideal para imponer cargas tributarias progresivas, mientras que los impuestos indirectos (ventas, consumo, IVA, etcétera), por su mayor facilidad para trasladarse a terceros, tendían a volverse regresivos. En el caso colombiano, esta teoría ha sido probada como errónea. La regresividad que se le atribuye al IVA, por ejemplo, no ha ocurrido hasta ahora debido a que expresamente se excluyeron de dicho impuesto a los elementos más importantes de la canasta familiar: alimentos, drogas, servicios médicos, vivienda.
El problema más grave que ha generado el IVA, a medida que su nivel se ha venido incrementando gradualmente hasta llegar al actual 12 por ciento, es el de que en igual proporción se han aumentado también los beneficios de evadirlo. Entre un comerciante que cobra el IVA y el que vende sin factura para evitarlo se crea una diferencia de 12 por ciento en contra del que cumple con la ley. Peor aún, la evasión del IVA tiene que acompañarse con una contabilidad espúrea, en la cual las ventas se subfacturan, y por tanto las utilidades y los impuestos de renta a pagar. Este es un fenómeno que repetidamente se le ha señalado al Gobierno, y que ha obligado a este a montar una fuerte campaña de controles y auditorías por parte de la Dirección de Impuestos.
En momentos en los que se está discutiendo la manera como se puede eliminar el déficit fiscal previsto para 1992, es estimulante saber que el Ministro de Hacienda considera pura fantasía la versión que corre de que el Gobierno estaría dispuesto a aceptar los consejos, casi siempre poco equitativos, del Fondo Monetario Internacional, de elevar el IVA al 15 por ciento, y de incluir dentro de su base gravable a los bienes y servicios básicos de consumo, que son precisamente los que le confieren la progresividad que hoy tiene ese impuesto.
Esperemos entonces que el gobierno encuentre otras maneras, más justas, de financiar el ambicioso programa de gasto público, ciertamente regresivo, que está contenido en el nuevo Plan de Desarrollo, bautizado como la Revolución Pacífica.