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Los secretos del efecto teflón

(EDICIÓN BOGOTÁ) Luego de los altos niveles de popularidad con que suelen ser elegidos los presidentes en Colombia, sobreviene un bajonazo –generalmente en la segunda mitad de los cuatrienios– motivado por el desgaste natural producto de tener ‘el sol a las espaldas’. El presidente Uribe muestra una excepción más en este caso. Es el llamado ‘efecto teflón’: todo le resbala y nada se le pega. Hoy, a la expectativa de su amañada reelección, apenas se le notan los rayones al teflón presidencial. Pero, ¿cuáles son los secretos de este fenómeno?

Tras la frivolidad de Pastrana y la crisis del Caguán, la angustia nacional
que despertó la amenaza guerrillera desató el anhelo público de un gobierno
fuerte que brindara protección a la nación. Uribe, entonces, se dio a la
tarea de movilizar sentimientos y valores mediante el uso simbólico y
virtual de la política. Con una capacidad ajena al común de los
‘montañeros’, supo entender que en estos tiempos la maleable opinión pública
es la articuladora principal de las relaciones de poder, en detrimento de
los partidos políticos.
La movilización de sentimientos se logró sobre la base de principios
sociales negativos: mano dura y rechazo a la violencia con violencia. No se
hizo –como muchos señalan– con populismos o neopopulismos, el primero de
ellos fenómeno del pasado, y el segundo, un recurso conceptual repetitivo.
Uribe apeló a un caudillismo bien particular, que pudo aprovechar la
debilidad de los partidos y el quiebre que para estos representó su inusual
victoria: un candidato disidente y triunfante en la primera vuelta. Este
caudillismo es particular, pues es ajeno a la historia nacional y se apoya
en una opinión pública más visible gracias a la globalización, en la que los
medios de comunicación son su principal sustento. Además, como en todo
caudillismo, las instituciones siempre estorban.
A horcajadas de los medios de comunicación y con la complacencia de Estados
Unidos, Uribe cohesionó buena parte del país con el propósito de construir
un Estado a su medida, que pudiera derrotar por la fuerza al ‘terrorismo’ y
que tuviera la capacidad de brindar seguridad. Los disímiles y amplios
grupos movilizados tienden a percibir lo que los medios les enseñan y los
puntuales logros oficiales son magnificados a través de lo que es el
sustento de la movilización: la construcción de patria y la generación de
seguridad. Pero la facilidad con que se creyó en un principio la tarea
pacificadora le abrió el camino a la reelección, ya que a Uribe se lo ve
como el único capaz de concluirla. Sin embargo, la diferencia entre la
percepción de seguridad que tiene la opinión pública y la realidad que
aquella encubre requiere de constantes dosis de histrionismo, satisfechas
–por ahora– con la campaña de la reelección. Y en esta no sobran
vergonzantes coqueteos con las guerrillas, con el intercambio humanitario y
con la política social.
Pero no todo es simbolismo en esta movilización permanente en apariencia
inexplicable. Parte de los grupos sociales movilizados –los más pudientes,
valga la aclaración– lo han sido gracias a las dádivas oficiales. Nunca
antes el sector financiero había elevado tanto sus ganancias. Nunca antes el
Estado había gastado tanto, despilfarrando factores favorables provenientes
del exterior, como los altos precios del petróleo y la revaluación del peso,
empujada esta por la economía subterránea del país. Nunca antes el Estado
había sido tan generoso con quienes amasaron enormes fortunas sobre la base
de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Y nunca antes gobierno alguno
había cedido tanto espacio político a las mafias edificadas sobre tales
crímenes.
En esas estamos todos, pese a diferentes comportamientos: la derecha, el
centro y la izquierda: obnubilados por la reelección.
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