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Suplicio en la caja

Es tiempo de Navidad, y afortunadamente para la economía, los supermercados y las grandes superficies se llenan de compradores y no hay espacio ni para un suspiro, especialmente los fines de semana.

Para quienes gustan de esas chichoneras, propias de ‘la burbuja del consumo’
es la hora feliz y no se cambian por nadie peregrinando con el aparatoso
carrito en donde acarrean sus tesoros. Pero aún para los compradores
compulsivos, el momento eufórico se agota cuando llegan a la caja. Pagar se
convierte en un verdadero tormento, que muchas veces provoca calamitosas
situaciones de desorden público.
Y es que las cajas son el punto crítico de supermercados y grandes
almacenes. No importa que su compra sea para llenar la bodega en los
próximos seis meses o disponer del sencillo pan del desayuno. Se producen
unos trancones monumentales, atascos mayúsculos que exasperan e irritan, y
que casi siempre terminan con una frase cuyo cumplimiento se hace relativo
por la necesidad: “Yo aquí no vuelvo”.
Y es que como nunca antes, la acción de pagar nuestras compras se ha vuelto
tan compleja e imprevista debido a tantas razones. Comencemos por los
objetos. Puede ocurrir que no tengan el precio, que el precio que figura en
la góndola no coincida con el que revela el código, que éste no corresponda
al objeto o que sean tantos objetos que su conteo y registro demoren una
eternidad. Esta impresión es literalmente cierta para los que vienen en la
fila y que muchas veces no encuentran opción de desplazarse a otras cajas,
pues están igual o peor. O simplemente no están.
El drama de la espera es cruel e inclemente con aquellos que sólo tienen que
pagar unos pocos objetos. En muchos supermercados, especialmente los
grandes, hay cajas marcadas como ‘rápidas’ en las que supuestamente sólo se
recibe cierto número de objetos. Pero nunca falta el vivo que se compró
medio almacén y alega que lo espera su mamacita en el carro presa de un
ataque de asma y miren a ver si me atienden o se hacen responsables de su q.
e. p. d.
El otro problema que hace interminables las filas es el asunto de los medios
de pago. Estos se han multiplicado de tal manera, que una cajera tiene que
ser una verdadera experta en transacciones. El efectivo, el dinero plástico
-crédito y débito, los bonos que dan en las empresas, y todo tipo de
artilugios desfilan en la caja, planteando cada cual diversos problemas y
enredos.
Una interrupción del proceso -por un número mal digitado, porque el cliente
decide que eso no lo lleva o por tantas otras causas- no puede ser resuelta
por el encargado de la caja. Siempre debe llamar a una administradora,
poseedora solitaria de las llaves para abrir la registradora, alterar el
cómputo y volver el asunto a la normalidad. Y el cliente ahí.
Ese proceso se ha complicado aún más porque muchos colombianos viven con lo
justo. Así que el paso por la caja es una tortuosa sumatoria de las compras,
que debe detenerse bruscamente cuando se acaba la plata. Comienzan entonces
las devoluciones y los ajustes, para que el mercado comprenda por lo menos
dos grupos alimenticios.
La espera en la caja puede tornarse infernal por otros motivos. Si alguien
ha acudido al mercado en compañía de los cinco hijos menores de edad, y si
entre las compras se cuenta una pelota, es inminente la catástrofe. Los
pelados, como corresponde a una edad cinética, arman tremendo partido y
acaban con lo que encuentran.
También están los que se comen las chocolatinas y no las pagan, los que se
dedican a leer las revistas y las vuelven añicos o los que la emprenden
contra las cajeras, víctimas ellas también de un sistema que comienza a
hacer agua y que necesita más atención de las cadenas de supermercados.
Sobre todo, ahora que desde hace mes y medio, llegó diciembre con su
alegría.
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