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Un auténtico valor nacional

(EDICIÓN BOGOTÁ) Con la muerte de Emiliano Zuleta desaparece no solamente un gran artista musical, sino que se extingue una era a la cual se asociaba su nombre en toda la región de Valledupar y Padilla. Difícil es, para quienes disfrutan del vallenato bailable, imaginar la revolución que introdujo Emilianito en los años 30, cuando optó por enriquecer el folclor con la crónica propia de un juglar. Las parrandas de la época eran ajenas a la danza y se reducían a escuchar, sentados en círculo, el relato de los episodios locales, con el rigor de un periodista.

Toda la gracia y picardía que singulariza el cantar vallenato fueron obra de
Emiliano Zuleta, que le puso a la música vernácula un toque diferente al del
porro, al de la cumbia, al de la puya y a otros sones costeños, más
sentimentales que graciosos. Para tal efecto, apeló al vocabulario regional
y nacional, con una riqueza comparable a la del erudito trabajo de doña
Consuelo Araújo, que lleva por título Lexicón y que da a conocer, casi con
un carácter arqueológico, los restos del castellano que todavía se usan en
la Provincia.
La diferencia entre uno y otro estriba en que, mientras Emiliano Zuleta
apenas sabía leer y escribir y no había hecho estudios de secundaria, La
Cacica era toda una lectora e investigadora de primera clase. Sin embargo,
nadie aventaja a Zuleta en el sello de autenticidad campesina que les supo
dar a sus canciones. “Pa’que se acabe la vaina”, dice, precisamente, en la
Gota fría, cuando más allá de nuestras fronteras todos soportamos vainas,
pero la palabreja se refiere a algo completamente distinto, como la vaina
chilena, que es una bebida a base de huevo y alcohol.
Con todo, y aun sin saberlo, en los países de habla hispana como que se
adivina lo que se entiende con “acabarse la vaina”. Es algo de una época
extinta, cuando el vallenato, un tanto comercializado, es ya más académico y
menos campesino, aun cuando conserva algo de la gracia con que adornó sus
composiciones Emiliano Zuleta.
¿Quién no se ha preguntado, en la letra de la misma Gota fría , qué quiere
decir “un negro yumeca”, cuando, según me informan los entendidos, quiere
decir jamaiquino, que en inglés se dice “jamaican”, pero se pronuncia
“yamaican”, que traducido al panameño y al colombiano acaba siendo el yumeca
con que se denigra a Lorenzo Morales.
De ahí el dolor que embarga a los admiradores del vallenato con la noticia
de que, en adelante, no podemos contar con ese ingenio parrandero que, a la
sombra de Ciro Pupo Martínez o de Pedro Castro Monsalvo, recorría de sur a
norte el país vallenato, esquivando la tentación de ver la botella seca,
como se llamaba entonces al no agotar el trago.
Todo va en gustos y quién sabe si el vallenato abolerado, o el vallenato
lírico o romántico, será el que perdure en notas tan afortunadas como las de
Gustavo Gutiérrez y Hernán Urbina, autor del mejor estudio sobre la
estructura de la música vallenata y sus rasgos característicos, que van
camino de imponer este nuevo estilo entre los géneros del Festival, gracias
no solamente a sus notas musicales, sino al acento sentimental de la letra.
Yo mismo, pese a mi ignorancia musical, he tomado partido por la inclusión
del vallenato lírico, como algo distinto, digno de ser clasificado, y
evocador, por cierto, de grandes difuntos, víctimas de la violencia, como
fueron, casi en la adolescencia, Octavio Daza y Fredy Molina.
Alguien dijo hace unos años con respecto al tango argentino que había subido
de los pies a la cabeza, porque primero se bailó y solo años más tarde se le
puso la letra con Mi noche triste (1917). Así, pues, nuestro vallenato fue
todo lo contrario: empezó cantándose entre varones y acabó bailándose con
las damas. Fue de arriba para abajo.
Tan auténticamente vallenato fue Emilianito, que no resisto a la tentación
de aludir a su longevidad, tan propia de la región, tan extraña en cierto
modo al resto del país: 94 años bien cantados, bien vividos, bien bebidos,
bien gozados.
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