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MONIQUIRÁ, TODO UN BOCADILLO

Una mujer atraviesa el puente sobre el río Suárez con un costal de fique a sus espaldas, que sostiene su frente canela y arrugada. Con pasos lentos va dejando atrás la orilla de Boyacá y llega a Santander. Los rayos de sol se escapan por las grietas que dejan las nubes y calientan su ruana negra. En silencio, su sombra desaparece en un recodo de la bermeja montaña santandereana.

Abajo, las aguas del río se quiebran entre las rocas y corren como sí bajaran de un trapiche, dividiendo a Barbosa (Santander) y Moniquirá (Boyacá), dos pueblos con alma de guayaba y venas de caña.
Las dos poblaciones, distantes siete kilómetros, sobre la autopista Bogotá-Bucaramanga, pero unidas por el dulce olor de los cañaduzales, se recuestan sobre las fértiles laderas de la cordillera oriental.
En el asfalto se plasman a diario las huellas de los habitantes de los dos poblados que transitan por la vía acompañados de grandes automotores que transportan pasajeros y mercancías.
Allí no existen fronteras. El puente metálico, que se encuentra en reparación, sirve a diario de lazo entre sus habitantes y el oriente con el centro del país.
Una ventana
Para llegar a Moniquirá desde Bogotá hay que deslizarse por el surco gris de pavimento trazado sobre el altiplano boyacense y en el descenso se puede disfurtar de los cultivos y frutales que se ofrecen a la orilla de la autopista.
Durante el recorrido, se observa a cada lado de la vía la cerca que forman los cultivos de caña, que insinúa el poblado.
Por un desvío, a 60 kilómetros después de Tunja, se llega al umbral de Moniquirá. Las viejas casas de fachadas bicolores reciben sin aldabones a los visitantes.
En el vientre de la ciudad florece una fuente rodeada de palmas y cayenos, que dan vida al parque Santander. En sus jardines tupidos de flores multicolores, reposan epígrafes de la vidad cotidiana.
Al oriente del parque, la dos torres de la iglesia parecen desprenderse de la tierra en busca de las palomas que sobrevuelan a diario el viejo campanario.
Los domingos, las mulas bajan por las empinadas calles cargadas de guayabas para que las matronas del pueblo produzcan el dulce que ha hecho popular a Moniquirá: el Bocadillo.
La tradición de este manjar ha mantenido encendidas, por más de 200 años, las pailas de bronce de numerosas familias que aún hierven en su interior la jalea de guayaba y que sus generaciones han batido con palas de madera.
Sin embargo, ahora se está produciendo bocadillo con diferentes frutas tropicales como la uchuva, mora, piña, breva y limón. Y han cruzado la frontera nacional en busca de nuevos mercados, impulsados por las microempresas de la región.
Un viento fuerte arrastra el aroma dulce del bocadillo y juegetea por las aceras con las hojas secas de los árboles.
Por las estrechas calles de Moniquirá corren los fantasmas de caciques que habitaron sus rincones y gobernaron la hoy provincia de Ricaurte que reúne a 13 municipios.
Las casas se levantan sobre un remanso de la montaña y parecen formar los peldaños de una escalera hacia lo infinito de la cúpula azul, que cobija a la llamada ciudad dulce de Colombia .
Detrás de los ventanales sin cristales se esconden los pasos de la colonia española que dejó enterrado en los amplios corredores los restos de su cultura.
Una historia que deambula por las páginas blancas, aún sin encontrar en ellas un refugio, pues no se han definido las raíces chibchas que la habitaron.
Por la pedregosa calle que circunda la plaza de mercado, una chiva , pintada de azul, pero desteñida por el tiempo, transporta a diario a los habitantes de las 45 veredas y municipios, que descargan allí sus mejores frutos.
La ciudad se convierte semanalmente en epicentro del comercio para el café, frutas, caña, yuca, platano, maíz y otros productos que se dan en la región.
Sin embargo, sus fértiles tierras son también un gran atractivo para la inversión agrícola y ganadera.
La ciudad cuenta con un centro vacacional y varios hoteles, que sirven para que los turistas que la vistan disfruten de las mejores comodidades durante su estadía.
A pocos kilómetros de su cabecera municipal, una corriente de agua cristalina cae de las rocas y forma el salto del Pómeca, importante sitio de recreo para sus 25 mil habitantes y los centenares de turistas que pasan a diario por estas tierras.
Igualmente, las aguas termales se filtran por la tierra y brotan silenciosas en El Salitre, un paraje natural frecuentado por los visitantes.
Moniquirá se instala como un puerto en el altiplano boyacense, a la orilla de la autopista que une al centro con el oriente del país, para que los transeúntes arrojen allí sus anclas y disfruten de su dulce encanto.
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