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DOLOR DE PATRIA

El asesinato de Andrés Escobar me produjo una de la sensaciones más terribles y extrañas que he experimentado a lo largo de tantos años de ver cómo las balas de sicarios de toda índole nos arrebatan a nuestra mejor gente. A diferencia de la indignación y la rabia que me suscitaron las muertes de un Luis Carlos Galán o un Guillermo Cano; de un Rodrigo Lara Bonilla o un Carlos Pizarro, el asesinato de Andrés Escobar me dejó un sentimiento de desolación total. De ausencia de reacción y de palabras. Un vacío desconcertante y profundo.

Por primera vez me sentí avergonzado de ser colombiano. Y es que un crimen tan incalificable solo puede producir un deprimente dolor de patria. No ya por la maldita obsesión en la imagen de Colombia en el exterior. Sino por la realidad misma de lo que nos sucede.
Nunca antes en la historia universal del deporte se había registrado una infamia semejante. Poco importa en el fondo el que haya sido un crimen premeditado o fortuito; que haya sido ordenado por la mafia de las apuestas o del narcotráfico, o producto de un incidente en el que el guardaespaldas de un individuo que tiene a un hermano preso por lavado de dólares le descarga seis balazos a Andrés Escobar. Ambas posibilidades reflejan la misma realidad atroz.
Lo primero sería una confirmación de la prepotencia asesina del narcotráfico. Lo segundo, una patética expresión de la pérdida de valores y de esa subcultura de dinero y muerte que nos ha dejado el narcotráfico. De esa exaltación del enriquecimiento a cualquier costo, del desprecio por la vida ajena, de la facilidad para matar...
Este crimen dejó al país acongojado y mudo. Tocó la fibra más íntima de todo colombiano que se respete. Que el mejor exponente humano de la Selección; que un futbolista que se había caracterizado por su disciplina, seriedad y caballerosidad (a diferencia de otras estrellas menos serias y maduras); que un deportista que se había convertido en ejemplo y modelo para miles de jóvenes colombianos, muera de esa manera, es algo que nos concierne a todos.
Qué le puede decir el papá a su hijo de siete años que quería ser como Andrés Escobar cuando grande? Cómo le explica que su ídolo haya terminado así? Qué se les responde ahora a los detractores de Colombia en el exterior? La muerte de Andrés nos ha dejado sin argumentos.
Es un hecho que nos obliga a preguntarnos en qué sociedad vivimos y a qué aberrantes extremos está llegando un país enfermo y armado hasta los dientes, donde estos episodios son cada vez menos accidentales. Las autoridades han insistido mucho en el carácter circunstancial del asesinato de Escobar. Como si esto fuera un consuelo. Como si esto pudiera disimular el mal que nos carcome; esa violencia a flor de piel; esa predisposición a quitarle la vida al prójimo por cualquier motivo. Para robarle un carro o unos zapatos tennis. Por un partido de fútbol o un incidente de tráfico.
La muerte de Andrés Escobar nos remite a un problema de fondo. Que se remonta a la educación, a los valores familiares, al tipo de ciudadano que en la calle, en la escuela y en la casa está formando esta Colombia de fin de siglo. En la que prosperan los negocios y crece la economía. Y que al mismo tiempo se degrada y se deshumaniza.
Carlos Lemmos escribía ayer en estas páginas que por debajo de ese barniz de prosperidad artificial hay un nauseabundo estado de depravación social y que Colombia le vendió el alma al diablo y el diablo ya comenzó a cobrar . Frase lapidaria, que sintetiza lo que nos está ocurriendo.
Y hablando del diablo, de este acelerado derrumbe de principios éticos y valores cristianos, tampoco se salva la Iglesia, cuyas autoridad y credibilidad dejan mucho qué desear en momentos de tanto oprobio. En lugar de dedicarse, a la manera de monseñor Castrillón, a culpar a los medios de comunicación de todo lo que sucede, los prelados podrían preguntarse más bien qué ha pasado con su función tutelar e influencia espiritual sobre una sociedad que se ha alejado de toda noción de bondad, caridad y fraternidad.
La prensa tiene muchos pecados, ciertamente (y en el caso del fútbol éstos merecerían capítulo aparte), pero a la Iglesia Católica también le está faltando una reflexión más profunda autocrítica tal vez sobre las causas y efectos del envilecimiento moral de este país.
Confirmación de todo lo anterior, y del triunfo del cinismo y la desvergenza, sería que la muerte de Andrés Escobar se olvidara pasado mañana. Que terminara por parecernos una desdicha más, otro lunar pasajero y casi normal en el devenir de una nación que nada aprende y nada olvida. Todo es posible.
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