Neil Simon, autor de comedias neoyorquinas de ambiente farandulero (Descalzos en el parque, Flor de cactus), conoce mejor que nadie las limitaciones que enfrenta todo escritor en su traspaso hacia el celuloide. Porque ya no se trata de encerrar a sus personajes dentro de un escenario a la italiana, con diálogos banales y chispeantes, sino que debe explorarse el tiempo y los espacios de un medio mucho más exigente. Aquí tuvimos un ejemplo a la vista: Extraña pareja y sus enredos de apartamento, por el Teatro Nacional.
Herbert Ross, formado como coreógrafo del American Ballet Theatre y director de musicales en Broadway, se ha especializado en filmar entretenimientos que se refieren a los sueños o pequeñas frustraciones del mundo de los artistas (Goodbye Mr. Chips, Sueños de seductor, Funny Lady, Momento de decisión). Con La chica del adiós (1978) se consolidan dos autores en sus diferentes medios: el parloteo de Simon y las agudezas escénicas de Ross.
Soñando con la fama, escrita por el primero y dirigida por el segundo, pretende recrear el viaje a Los Angeles de una quinceañera en busca de su consagración cinematográfica. Libby, así llamada la protagonista, conoce al papá alcohólico que se desenvuelve como guionista poco afortunado, y sufre una decepción al identificarse con Jane Fonda hija sí de padre famoso.
Resultados de esta llave escénica que data de 1982: ingenuidad al máximo, ritmo teatral y ternura que rebasa el marco familiar.
Libby, una precoz actriz a quien Hollywood no le ha dado una segunda oportunidad, habla en voz alta con su difunta abuela y sigue uno que otro consejo dictado desde el más allá. Es posible que esta delirante situación sea creíble en el escenario, pero a nivel fílmico y en un cementario de verdad peca por exagerada. Asimismo, cuando la chiquilla es consciente de sus atributos interpretativos habla en demasía y fatiga a más de uno de sus fortuitos interlocutor o... espectadores.
Ese feo comediante de origen judío Walter Matthau termina opacando a la jovencita y ejecuta uno de los papeles más sobrios que puedan verse a través de la pantalla, sea grande o chica. Especialmente convincente, cuando en pleno guayabo conoce a su hija y reacciona con naturalidad frente a tamaña sorpresa. Vienen después los intercambios de palabras, la búsqueda de sus afinidades, los toques frívolos del neoyorquino que no entiende a los californianos y una Ann Margret más tensa que nunca.