Adicionalmente, el Gobierno se ha comprometido a que durante 1991 las alzas en los combustibles y las tarifas de energía tampoco excedan el 22 por ciento. A cambio de ello, ha impuesto a los trabajadores un ajuste del salario mínimo del 26 por ciento, seis puntos por debajo de la inflación de 1990, y en el sector público ha sido aún más drástico con los sueldos, tal como se explicó.
El Gobierno está solicitando a los sindicatos que moderen sus pretensiones salariales en las convenciones colectivas que se negocien en este año, a niveles compatibles con la meta de inflación del 22 por ciento anual.
Lógicamente que el sector empresarial debe hacer también su cuota de sacrificio, similar a la que se ha impuesto a las entidades públicas y a los trabajadores. De allí la solicitud que ha hecho el Gobierno a los principales empresarios del país para que se comprometan a no elevar sus precios en más del 22 por ciento durante 1991, argumentando, entre otras cosas, que las buenas utilidades del año pasado son un colchón que puede absorber el sacrificio que se está pidiendo para este año.
Los empresarios están de acuerdo en que la primera prioridad del país debe consistir en reducir el ritmo de inflación lo más rápidamente posible. Creen, sin embargo, que más que una inflación de demanda, el país está viviendo una de costos, impulsada por una política de devaluación real creciente, por ajustes en los precios de la energía y demás servicios públicos superiores a la inflación, y por alzas en insumos importados fuera del control de la empresa nacional.
Argumentan que el incremento de los medios de pago en 1990 (28 por ciento promedio) no explica una inflación del 32 por ciento, y de allí que crean exageradas medidas tan restrictivas como el encaje marginal del ciento por ciento y la orden perentoria de girar al exterior las deudas por concepto de importaciones en un breve plazo, lo que va a encarecer aún más el costo del crédito.
Es por eso la preocupación con que los empresarios miran las alzas en la energía anunciadas por electrificadoras regionales, muy por encima del 22 por ciento propuesto y, sobre todo, la total falta de compromisos del Gobierno en materia de tasa de cambio. No es posible un pacto social si los empresarios no tienen algún tipo de certeza sobre el manejo que piensa darse al ritmo de devaluación, como lo demuestra la experiencia de México.
Es comprensible que el Gobierno no quiera atarse a una meta cuantitativa precisa de devaluación para 1991, pero no puede seguir evadiendo el tema como hasta ahora lo ha hecho. Creo que una fórmula adecuada para involucrar a los empresarios en la política de 22 por ciento consistiría en que el Gobierno anuncie que no tratará de aumentar la tasa real de cambio, y que simplemente devaluará lo que sea necesario para mantenerla en el nivel actual, a la luz de la fórmula que para ello utiliza el Banco de la República.
Puesto de otra manera, esto equivale a decir que si la inflación colombiana fuera del 22 por ciento en 1991, y la inflación internacional promedio del orden del 4 por ciento, dentro de paridades estables entre el dólar, el marco y el yen, la devaluación para este año estaría por debajo del 20 por ciento. A medida que la política antiinflacionaria vaya surtiendo efecto, se iría reduciendo el ritmo de la devaluación.
Sin haberlo dicho explícitamente, esta parece ser la política que hoy se está siguiendo. En lo corrido del mes de enero, la devaluación está marchando a una tasa anual del 22 por ciento. Por qué entonces no poner las cartas sobre la mesa? Sin un compromiso sobre este tema y sobre las alzas de la energía, va a ser muy difícil que el sector empresarial asuma a plenitud las responsabilidades que le corresponden en ese pacto social que el país tanto necesita.