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PERSEGUIDOR DE INEPCIA Y NIÑERÍA

Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre canturreándome el ritornelo de Los maderos de San Juan; más tarde habría de enseñarme el poema.

Uno de mis primeros recuerdos es el de mi padre canturreándome el ritornelo de Los maderos de San Juan; más tarde habría de enseñarme el poema.
Esta reminiscencia quizás no resulte impertinente en la Casa Silva; para mí resulta central pues explica en buena parte el surgimiento de aficiones y de placeres que me han acompañado toda la vida. Allí nace, me complazco en simplificar, la permanente devoción por la poesía; allí se origina el fervor por la literatura; allí habría podido nacer un escritor pero el destino no lo quiso así y apenas nació un crítico.
Son incontables las agudezas -y, con mayor razón, las ingeniosidades sin filo, romas- que se han hecho sobre el crítico comparado con el poeta, con el creador. En estos casos, la crítica, cuando bien le va, resulta ser apenas el ensayo de sustituir la originalidad con un esfuerzo por aparentarla; el crítico, que no puede ser escritor por limitaciones de su talento o de su formación, quiere aparecer, quiere tomarse y que lo tomen por lo que no es. Y cuando un autor proclama que no le importa la crítica, que la desdeña o que la ignora, se le aplaude y se le celebra. Solo que ese aplauso es sospechoso, pues en última instancia habla bien del crítico, pues si se le rechaza esto se debe no a que sus escritos sean vacuos o delirantes sino a que son incómodos, pues la crítica es ante todo una exigencia la de leer concienzudamente, la de estimular la reflexión, la de leer bien, en una palabra.
En 1855, Mathew Arnold publicó su famoso ensayo "La función de la crítica en la presente época" . Parte también de la premisa de que existen, cada cual por su lado, el creador y el crítico, con irrefutable ventaja para el primero.indudable que el ejercicio de un poder creador, de una actividad creadora libre, es la más alta función del hombre; demuestra serlo porque en ella encuentra el hombre su verdadera felicidad Y prosigue:es innegable que los hombres tienen la sensatez de ejercer esa actividad libre creadora de otra manera que produciendo grandes obras de literatura o de arte; si no fuera así, todos salvo unos pocos hombres estarían excluidos de la verdadera felicidad de todos los hombres. Pueden obtenerla haciendo el bien, pueden aprenderla con el estudio, pueden incluso lograrlo con la crítica. Que la crítica, en suma, es la conclusión de Arnold, también puede producir algo semejante a la felicidad que procura la creación. Y luego, al final del ensayo, da su definición de la crítica:empresa desinteresada pPara aprender y propagar lo mejor que se ha sabido y se ha pensado en el mundo
Es un brusco descenso desde las alturas de Arnold y la confianza de la Inglaterra victoriana a este país, a esta época y, sobre todo, a la muy tenue obra de que soy responsable. Una obra que no quiero ni puedo justificar, aunque sí me gustaría enumerar algunas de las normas que subyacen en su desorden. En primer lugar, la convicción de que el texto crítico es parte de un diálogo; un diálogo bidimensional, pues está entablado con el autor de la obra y con el presunto lector. Este no ofrece conclusiones: presenta solo posibilidades, se limita a veces solo a plantear preguntas. Pero el crítico -el comentarista, llamémoslo con más verosimilitud- está siempre interrogando una obra acabada que se niega a dar más respuestas sobre sus propios alcances. Lo escrito escrito está, contesta el autor, lo que no obsta para que lo escrito siga siendo movedizo y ambiguo, para que la obra cerrada y completa siga pareciendo porosa y abierta a un flujo de lecturas que se mudan constantemente en medio de su obstinada curiosidad. Pero este proceso se repite a la inversa con el lector: es este, a su vez, quien debe indagar del crítico luces nuevas y motivaciones más hondas que las contenidas a primera vista en las líneas de la reseña o del comentario. Se trata, cuando así lo justifica el texto comentado, de una doble y fecunda insatisfacción: fecunda, porque asegura lo duradero del texto, su capacidad última de supervivencia, de seguir expandiendo la felicidad.
Dentro de este ánimo de diálogo tentativo y permanentemente provisional siempre tiene que prevalecer el reconocimiento de lo excepcional. Encuentro un poco vanidosa la aserción de que el crítico está siempre en busca de la obra rara, de la obra nueva, de las voces que se distinguen en medio del alboroto y de la confusión. Pero la verdad es que el crítico a menudo no tiene que buscar: le basta con identificar lo que llega a sus manos. Esto vale, por supuesto, para épocas de relativa fecundidad creadora, cuando cambian los tiempos y la literatura se agosta, el crítico tiene que percibirlo antes que nadie: es su propio mundo el que se desmorona. Pues no existe la crítica de la mediocridad. Este es uno de los tópicos que abruman al ejercicio crítico: el de que sus practicantes no tienen otro cometido distinto al de perseguir la inepcia y castigar la ñoñería. Ante ciertos niveles de estupidez, la crítica se desvanece, como se dice, por sustracción de materia. Pensar que existe placer alguno en leer o reseñar libros malos es una fábula que no se compadece con la realidad. Aunque esta última -la realidad- nos ponga a veces en la obligación de zaherir, de mala gana, alguna visible impostura, alguna versión estafadora de la imaginación colectiva. Pero el trabajo del crítico no es buscar libros mediocres; es identificar los libros excelentes que llegan a sus manos, y dar cuenta, lo mejor posible, de sus excelencias.
Me he olvidado de un antiguo y grande amor, como fue el cine, para hablar solo de libros. Pero es que, obviamente, constituyen la razón de ser de mi trabajo como crítico, acaso también la razón de ser de mí mismo. Antes de la crítica, por supuesto, estuvo la literatura. Y seguirá estándolo. Incluso ahora, y con más urgencia, cuando parecen amenazarla riesgos abrumadores y antes desconocidos. La civilización del computador pone en peligro el futuro del arte literario? García Márquez afirmaba recientemente que no, que el idioma podía esperar una florescencia con el nuevo siglo y los nuevos inventos. George Steiner, en cambio, teme por la suerte del lenguaje: la promesa es una algarabía universal en un inglés bastardo y depauperado. A veces, cuando busco lo que haya de nuevo y de vibrante en la literatura de hoy, me siento inclinado a darle la razón a Steiner. Pero en estas circunstancias, en esta Casa, voy a renunciar a mi pesimismo y a adherirme al optimismo de García Márquez. Esperemos de nuevo el alba de oro, la mañana primera, no la mañana final.
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