Para evitar los extravíos propios de los desbordamientos eufóricos que producen las buenas nuevas, conviene reflexionar a propósito de los concretos resultados que frente a la delincuencia común y organizada, real o aparente viene presentando la Fiscalía General de la Nación, transcurridos como van diez meses de su creación y puesta en marcha.
Información recaudada de la Oficina Judicial y Reparto con sede en el complejo judicial de Paloquemao en Bogotá, revela que durante el trimestre comprendido entre abril y junio de 1992, el flujo de expedientes de los 76 Juzgados de Instrucción Criminal hacia los 44 Juzgados Penales del Circuito para entonces existentes en la capital del país, fue del orden de 761, mientras que, entrado en vigor el nuevo Código de Procedimiento Penal y con él el nuevo modelo acusatorio, durante el trimestre julio, agosto y septiembre de 1992, apenas se remitieron y repartieron entre los 74 Juzgados Penales del Circuito, un total de 456 procesos procedentes de las 210 Fiscalías Seccionales Delegadas, cifras que traducen una relación inversamente proporcional entre el considerable número de fiscalías y su bajo rendimiento laboral.
Por este aspecto, la nueva institución no parece llamada a responder, en términos de resultados, a los desafíos de la impunidad inveterada, pues fácil es concluir que por las cifras señaladas, un alto porcentaje de los delitos reportados al nuevo organismo duermen el sueño de los justos y el cúmulo de expedientes amenaza con convertirlo en el más grande y espectacular de los archivos históricos de las actuaciones judiciales inconclusas.
Así parece sugerirlo el frío resultado de las cifras. Y si a ello le aunamos quejas recogidas entre los profesionales del derecho, cuya inconformidad apunta a señalar, en términos generales, una inactividad de los procesos penales de vieja data; si nos percatamos también del innecesario aparato con que suelen acompañarse algunas de las acciones cumplidas por la entidad, (caso concreto del operativo llevado a cabo en las instalaciones del Concejo de Bogotá, que nada tuvo que envidiar en despliegue al más sonado caso de narcotráfico o terrorismo), entonces se comprenderá que es el momento de hacer balances y valorar medios y resultados, para que de los mismos se sigan oportunos ajustes, mejorándose aquello que lo precise, o suprimiendo lo que sea menester, o ratificando lo que muestra como conveniente.
Todo esto sin perjuicio, claro está, de destacar lo que parece ser, a los ojos de la opinión pública, un indiscutible acierto: la designación de Gustavo de Greiff Restrepo como cabeza de la institución, reconocida capacidad y marcada voluntad de acierto, a la que dirigimos estas comedidas apreciaciones, en la seguridad de que encontrarán apreciable eco, para evitar así lo que en un afán de protagonismo refleja que el abrupto cambio del sistema inquisitivo a uno acusatorio de tinte anglosajón ha traído menoscabo a la Justicia Penal, en la diligencia y prontitud para impartirse; una concentración de poder en una sola persona sin precedentes en la historia de Colombia y los consabidos abusos que puedan cometerse contra algunos ciudadanos, solo por ser objeto de investigación mas no por haber sido condenados, habiendo sido oídos y vencidos en juicio como lo establecen los Derechos del Hombre.