En el Tercer Mundo ocurre lo contrario: el discurso, con frecuencia impregnado de emotividad y de ideologismos, crea ficciones políticas y se aleja flagrantemente de la realidad; la sustituye por otra, puramente verbal. Pisa la esquizofrenia. Castro nos habla desde hace 30 años de las conquistas de su revolución, de las grandes cosas que ella ha dado al pueblo cubano. A lo mejor se lo cree. Pero la realidad es otra. Cuba no ha logrado salir del monocultivo; su sistema económico es ineficaz y burocrático; el nivel de vida, bajísimo, es de penuria constante; después de 30 años de revolución, se regresa del tractor al arado de bueyes, del automóvil a la bicicleta.
En esa fracción intolerante del Tercer Mundo que es el mundo árabe, expuesta a dictadores, a partidos únicos y fanatismos religiosos, el desfase entre el discurso y la realidad es aún más evidente. Saddam Hussein ha tratado de ganar su guerra con palabras tremendistas. Ha anunciado hecatombes que, por fortuna, no hemos visto. Los soldados norteamericanos iban a nadar en su sangre, decía. Y sucede que pocas veces una guerra militarmente tan intensa ha producido tan pocas bajas.
En cuatro mil incursiones aéreas solo han desaparecido 10 pilotos aliados. Los 11 o 15 misiles lanzados sobre Israel fueron precedidos de anuncios apocalípticos: Tel Aviv iba a ser convertido en un crematorio. Solo se produjeron 14 heridos leves, algún auto aplastado, unos cuantos muros derruidos. Habría que estudiar algún día esta relación entre subdesarrollo y mitomanía, entre el atraso y las fugas verbales. El manejo de la realidad parece ser monopolio de los países ricos.
Movilizando una histeria nacionalista, basada desde luego en derechos respetables, los generales argentinos tuvieron la ocurrencia suicida de apoderarse a la fuerza de las Malvinas, sin calcular la respuesta de la Gran Bretaña y el poder de su armada. Quisieron ganar su guerra con palabras y emociones de tango.
Nosotros, los colombianos, no escapamos por desgracia a esa tendencia. Así como Hussein ha querido ganar su guerra con palabras, nuestros gobernantes y dirigentes políticos han creído conseguir la paz de la misma manera. Nunca se han detenido a examinar concretamente cómo operan los 56 frentes guerrilleros, por qué actúan con relativa impunidad, por qué progresan y qué condiciones serían necesarias, militares y políticas, para reducirlos y pacificar real y no simbólicamente al país. Hablan de paz, de diálogo, de convergencia, de convivencia, de mano tendida mientras se asaltan pueblos y se vuelan oleoductos.
Si hay un sitio donde se tocan con el codo la tecnología y el subdesarrollo, el mundo que maneja la realidad y la transforma y el mundo que la elude, ese lugar es Israel. Estuve allí el año pasado, y nunca acabé de sorprenderme viendo cómo a pocos kilómetros de fábricas robotizadas se alzaban tiendas de beduinos. Allí ve uno dos culturas que a los colombianos nos resultan ambas familiares. La cultura desarrollada por los judíos en Israel, apoyada en la tecnología y el esfuerzo, en el pluralismo político y la fuerza de la opinión pública, refleja lo mejor que tenemos.
Pero las poblaciones árabes, en Israel como en las zonas ocupadas, nos devuelven, con su pobreza, su violencia, sus moscas, sus tensiones electrificadas, una imagen que también es nuestra, la del subdesarrollo. La opinión internacional solo retiene la idea de que Israel sojuzga a los palestinos de Cisjordania y Gaza. Pero ignora el reverso de la moneda: el fanatismo de la OLP, sus procedimientos terroristas, la pretensión de echar a los israelíes al mar, cerrándole la puerta a todo acuerdo.
Durante muchas décadas el mundo creyó que la confrontación de nuestro tiempo era entre la democracia y el comunismo. Ahora sabemos que es otra. Despojándose de sueños ideológicos, de formas tradicionales de solidaridad social, apostándolo todo en el tablero de la tecnología y la productividad, la civilización occidental ha conseguido para sus pueblos un alto nivel de vida. Pero ha producido, por contraste, el recrudecimiento de credos y religiones, pasiones y fanatismos en el Tercer Mundo, especialmente en su porción islámica. La revancha de Dios la llama un sociólogo francés, Gilles Keper. El mito y el mito siempre se impregna de sangre toma allí el relevo de una realidad que ese mundo no sabe transformar. La guerra de Saddam Hussein tiene esa otra lectura inquietante.