De qué otra forma se puede interpretar el brote espontáneo de apoyo al Ejército, luego de la operación militar que obligó al Eln a liberar a los secuestrados de la vía al mar, si no es como una manifestación colectiva de una sociedad que se siente indefensa y desamparada frente a los actores violentos. El gesto de respaldo a los soldados vino acompañado de la decisión de más de mil ciudadanos de firmar una expresa autorización para que, en caso de ser secuestrados ellos o alguno de sus familiares, el Ejército proceda a rescatarlos, aunque esté en juego su propia vida o la de sus seres queridos. Señal inequívoca de cuán cansados están los caleños de los atropellos de la guerrilla, y cuán dispuestos están a no tolerar más sus excesos.
Las marchas multitudinarias en Cali y la firma del valeroso documento son reflejos elocuentes del profundo sentimiento de rechazo al secuestro y la extorsión, que ha echado raíces en la atribulada población del Valle. Ese sentimiento va parejo con la exigencia al Gobierno Nacional para que acuda en rescate de esa sección del país, no solo azotada por la violencia sino por una crisis económica, un deterioro administrativo y un estado de corrupción que la han hundido en una de las peores crisis.
De ahí que, ante un vacío de poder como el que ha venido ocurriendo en Cali, ante una creciente ausencia de una clase dirigente con una larga trayectoria de compromiso y liderazgo entre la comunidad, el espacio lo hayan ocupado candidatos improvisados, populistas y sin propuestas claras para una ciudad que atraviesa por el peor momento de su historia. Los resultados electorales del 29 de octubre pasado no son otra cosa que un voto de protesta contra los políticos tradicionales y la dirigencia caleña. A la alcaldía de Cali llega un locutor de radio, John Maro Rodríguez, con mucha voluntad pero sin mayor preparación para enfrentar los enormes desafíos que tiene la ciudad. Y se sacrificaron candidatos que, como Margarita Londoño, Rosemberg Pabón o Gustavo de Roux, estaban de lejos más calificados para sacar a Cali de la postración en que se encuentra.
Cuando la renovación del Concejo, el mismo que ha contribuido de manera importante al deterioro de la situación, fue prácticamente nula; cuando se le entregaron los destinos de la capital vallecaucana a un personaje sin credencial distinta a la de ser un popular locutor; cuando la ciudadanía mira hacia el Ejército para que lo lidere y le devuelva la esperanza, es hora de hacer un alto en el camino y mirar con detenimiento y cuidado esas expresiones de un pueblo que se siente abandonado.
Expresiones que, fácilmente y si no se toman las medidas drásticas que reclama la difícil situación, podrían reproducirse en muchos rincones del país asediados por la violencia y el desgobierno. Ante lo que estamos es ante un pueblo que exige autoridad y gobierno. Y que aunque hubiera podido haber perdido riqueza, empleo y tranquilidad, definitivamente no ha perdido su dignidad.
El valiente ejemplo de los caleños es una luz de esperanza contra el avance de la subversión.