Como a las cosas hay que darles curso y ya que la familia seguía enviándole dólares, decidió instalarse en Londres. Y probar la fotografía. Simple crapicho? No. De los 12 a los 17 años, disparó por todo lado sin saber mucho por qué. Fue lo que trató de entender en la Escuela de Fotografía de Londres.
Su obsesión fue tanta que, a los tres meses, la escuela la becó y los profesores le dieron llaves de los laboratorios. Un año para ella, fueron como tres años para otros. Como no todo es trabajo, fue por amor que se fue para Atenas. Ahí trabajó, perteneció a un club de fotografía y logró un contrato con una revista, Klik, para hacer reportajes de moda, de personajes y de actualidad en Europa.
En Atenas, Nueva York o Bogotá, esta bogotana de 26 años trabaja con lo mismo una cámara liviana y un objetivo de 35 milímetros. Nunca sale a la calle sin tener un mínimo de diez rollos y siempre revela ella, pero no supera nunca veinte centímetros por treinta centímetros. A ese formato no pasa sino aquellas imágenes que soporta colgadas durante 15 días. Pocas en realidad de las cuales no hace más de cuatro ejemplares.
Sus fotografías son como ella. Como aficionada a la cromoterapia, cree en la reencarnación y devora libros de esoterismo. Vive en un viaje interior constante. Por eso limita las servidumbres exteriores: no se maquilla, y se corta el pelo al máximo para evitar peinarse...
Esa visión se encuentra en sus fotografías. Son simples, recogidas, sin tiempo y con espacio donde no hay símbolos geográficos reconocibles. En ellas hay guiños de ojo a los fotógrafos que ha estudiado o que admira: Man Ray, Mappplethorne, David Hiscock, Cartier Bresson, Gary Winogrand...
Escaparse a través de ella es una de sus teorías. Sólo hasta hace poco se convenció de que eso podía ser apreciado por otros.