Nadie lo sabe. Posiblemente tampoco sus líderes. Los empuja una dinámica que no hallan forma ni de reencauzar ni de detener. El fracaso del comunismo en los países que lo implantaron, los dejó huérfanos de su proyecto obsesivo. Cuando de una idea se fabrica una verdad absoluta y de súbito se descubre que todo era un error colosal, la bancarrota inhibe la capacidad mental de reocupar el enorme vacío resultante.
El marxismo es dogmático. Sus verdades incuestionables. Esos dogmatismos y verdades se embuten en la mente del hombre mediante una dialéctica cerrada, que no admite discusión ni debate. Para ello se dispone del poder aplastante de un Estado que, por ser fruto de tales verdades, descarta cualquier examen. Cuando la realidad demostró la invalidez de la teoría y el partido que la impuso a la fuerza se derrumbó en una catástrofe de episodios sucesivos que semejaron la caída de un castillo de naipes, quienes venían luchando por implantarla con violencia al mejor estilo leninista, no supieron qué hacer. Les faltó coraje para reconocer el error y se aferraron a que no lo era. Por eso prosiguen su brega sin propósito, sin norte, sin objetivo definible.
La toma militar de Casaverde cerró espacio al engaño político, que tan jugosos dividendos produjo en sus etapas iniciales, al duplicar frentes, ámbitos geográficos, cifras de militantes. E hizo pensar a sus usufructuarios que aquello podría prolongarse indefinidamente.
Grandes voces para proclamar la voluntad de paz. Y golpes violentos pero desvanecidos tras la cortina de humo de negociaciones teatrales, delatores de su verdadero propósito. Consignado, por si algo faltara, en documentos que los gobiernos ilusos preferían ignorar, o minimizar en su significado y alcance. Era preferible engañarse con la visión de la paz, dibujar palomitas, seguir visitando a Casaverde y negociando en el vacío.
Es posible engañar a algunas personas todas las veces. A todas las personas algunas veces. Pero lo que a la larga no se puede hacer es engañar a todas las personas todas las veces. Por otra parte, en los largos ocho años de negociaciones infructuosas el mundo cambió. La perestroika tomó aliento en los países comunistas, y lo que se pensaba inamovible en su poder colosal, se vino a tierra con estruendo. Pero nuestros revolucionarios parecieron no enterarse de lo acontecido o no apreciar su dimensión.
Hasta que la paciencia del Estado se agotó y vino la toma de Casaverde. Era la decapitación política de los dos movimientos coligados y su reducción a simples grupos violentos, con capacidad, es cierto, de golpear en muchas partes y causar cuantiosos daños materiales, pero despojados de su carácter revolucionario, inspiración y soporte de su lucha.
Así podrá sobrevivir muchos años. Matando, destruyendo, aniquilando aquí y allá, con éxitos locales agigantados por el sensacionalismo de los medios de comunicación. Pero se habrán detenido a pensar a dónde los lleva su brutalidad y su barbarie? Qué proponen? Qué piensan construir sobre las ruinas si es que por ese camino de insania llegan algún día al poder? Casaverde, además de centro de poder político era un doble símbolo. El de la revolución empeñada en medirse de igual a igual con el Estado y aun de imponerle condiciones. Y el de la ingenuidad, el optimismo sin bases, el candor de ese Estado, incapaz de descifrar lo que se escondía más allá de lo que algunos periodistas llamaban la sala de reuniones, que personajes de diversas esferas se disputaban por visitar en plan de popularidad e importancia. Extinguido ese símbolo queda la realidad desnuda bajo la forma de un dilema sin tercera opción: o se acoge honradamente la oportunidad de hacer la paz, o se prosigue con el desangre atroz sin perspectivas realizables de victoria, en descenso hacia el bandolerismo absoluto, que ya hace presa de grupos y frentes.