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EL LLAMADO A LOS HERMANOS MENORES

Héctor Diego García Londoño era el chofer de los arhuacos. Se hizo popular entre los delegados nacionales y extranjeros que transportó, en octubre pasado, a la asamblea en el pueblo sagrado de Nabusímake, donde se expuso por enésima vez el drama de los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta. El 15 de noviembre fue encontrado muerto, bárbaramente torturado con chuzos y alambre de púas, al borde de la carretera entre Valledupar y Sabana Crespo (Cesar).

Dos semanas después, dos miembros de la comunidad arhuaca de Jugaka - Julián Crespo, primera autoridad del cabildo, y su sobrino Dwiarusíngumu Arroyo- aparecieron en la misma vía con la cabeza y los miembros separados del cuerpo. Otras cuatro personas de las comunidades han sido asesinadas desde julio de este año.
Primero los kankuamos y ahora los arhuacos? Esta es la pregunta que se hacen, aterrados, los 30.000 indígenas de las cuatro etnias que habitan la Sierra Nevada (koguis y wiwas son las otras dos). Un desangre sistemático y selectivo contra líderes y autoridades cobró en el último año la vida de más de 40 kankuamos, de la zona de Atánquez, no lejos de Valledupar. Ahora, los brutales asesinatos de arhuacos, justo después de esa asamblea destinada a dar visibilidad a su difícil situación, hacen temer a esta etnia lo peor.
Lo de la Sierra es un secreto a voces. Dos grupos paramilitares, el de Hernán Giraldo en el norte y las estribaciones del Tayrona, y el de Jorge Cuarenta , en el sur y el oriente, entre Pueblo Bello y Atánquez, han ido ocupando desde hace tres o cuatro años la parte baja del macizo montañoso. Los varios frentes de las Farc y el Eln, presentes desde mediados de los 80, se han atrincherado en las zonas altas. En medio, atrapada entre todos los fuegos, ha quedado la población indígena.
Los paramilitares regulan el ingreso de comida y pasajeros y bajan a la gente de los carros, que aparece unos días después mutilada. No contentos con cobrar impuesto por el café y el aguacate que los indígenas llevan a vender a los pueblos, están intentando controlar la compraventa de esas cosechas. Arriba, la guerrilla, hambreada por el cerco paramilitar, entra a las comunidades, se lleva comida e intenta reclutar a los jóvenes. O, como hizo el Eln demagógicamente con el secuestro de los extranjeros, se toma la vocería de las comunidades pidiendo comisiones que vengan a constatar su situación.
Los indígenas rechazan enérgicamente esos abusos y esas vocerías . Se quejan, también, de ciertos abusos del Ejército y de bombardeos indiscriminados de la Fuerza Aérea, a comienzos de este año. Dicen que todos los grupos los acusan de ser colaboradores de los otros, piden entender que no hacen parte del conflicto y afirman que están cansados de hacer denuncias y pedir protección.
Una resolución de la Defensoría expuso hace más de un año este drama, que empeora día a día. Ha habido recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, reuniones, asambleas, consejos de seguridad. En vano. Según los indígenas, el Estado había prometido vigilar, por ejemplo, la vía en la cual ocurrieron esos tres asesinatos.
Los cuales tienen, si eso es posible, un agravante. La sevicia y los lugares donde se cometieron apuntan a los paras . Que estos asesinen y lo hagan de manera atroz no sorprende a nadie. Pero que los hombres de Jorge Cuarenta , que está sentado en la Mesa Nacional negociando su desmovilización con el Gobierno sobre la base de un cese de hostilidades declarado desde hace un año, puedan dedicarse todo ese año a asesinar indígenas en la más completa impunidad es un argumento fatal contra esa negociación.
Los arhuacos llaman hermanos menores a los no indígenas, aduciendo que les han traído a su territorio una guerra que no les pertenece. Cuántos llamados y denuncias y, sobre todo, cuántos asesinatos horrendos harán falta para que el Gobierno de los hermanos menores se decida a tomar cartas en la protección de sus hermanos mayores ?
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