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INTIMIDADES DE UN EPISODIO HISTÓRICO

Con el nombre de Historia de un despojo, doña Teresa Morales de Gómez ha publicado el más documentado libro sobre la aprobación del Tratado Urrutia-Thomson, en 1922. Había sido suscrito en 1914 y tardó ocho años en conseguir la aprobación del Congreso norteamericano y, más tarde, del Congreso colombiano. Ahora, gracias a la Editorial Planeta y a la laboriosidad de la autora, los colombianos vamos a quedar enterados de las intimidades de un episodio político que, por muchos aspectos, se asemeja al referendo propuesto por el gobierno actual y que debe ser votado el próximo 25 de octubre.

Con ocasión de la secesión de Panamá quedaron rotas las relaciones entre Colombia y los Estados Unidos de Norteamérica, por considerar que el apoyo prestado por Roosevelt a la insurrección panameña violaba los términos del Tratado Mallarino-Bidlack, que le garantizaba a Colombia, por parte de la Unión Americana, casi medio siglo antes de los sucesos de 1903, su soberanía sobre el Istmo y un hipotético Canal, episodios que culminaron en el reconocimiento del nuevo Estado por la comunidad internacional. Ya el general Reyes había intentado, con su canciller Cortés, superar, en 1909, una situación tan absurda como era el rompimiento de Colombia con los Estados Unidos por más de seis años, siendo así que se trataba de nuestro principal mercado y de la fuente de inversión extranjera más cuantiosa para la época. Fue en vano.
El Tratado Cortés-Root fue uno de los factores determinantes de la caída de Reyes y solamente unos años después se intentó, de nuevo, una reconciliación que implicaba el reconocimiento de la independencia de Panamá. Don Marco Fidel Suárez, abuelo de doña Teresa, fue el principal adalid de este paso, que lo llevó, como ocurre en nuestro medio frecuentemente, a amenazar con hacer dejación de la Presidencia de la República, para propiciar la ejecución de una política que él consideraba indispensable para el desarrollo de Colombia, como era el restablecimiento de las relaciones normales entre nuestros dos países, y lo cumplió.
Una polarización similar a la cual estamos asistiendo a propósito de la aprobación del Referendo tuvo lugar en 1921, cuando, tras haberse aprobado por el Senado norteamericano el Tratado Urrutia-Thomson, fue sometido al Congreso de Colombia con algunas ligeras modificaciones. Ya, con anterioridad, se había intentado poner en vigencia una solución que implicaba explícitamente el pesar de los Estados Unidos por su desafortunada intervención en los sucesos de 1903.
Sin embargo, los partidarios de Teodoro Roosevelt en el Congreso norteamericano votaron negativamente el texto, por considerarlo humillante para su patria y, de esta suerte, se constituyeron en enemigos jurados de cualquier arreglo con Colombia. Fue así como, solamente con el advenimiento de un gobierno demócrata, presidido por Wilson, se suscribió el Tratado, haciendo caso omiso de la deprimente cláusula a la cual Colombia, como es obvio, no se resignaba a renunciar.
Para 1921, se contemplaba un alineamiento político por encima de los partidos, que iba desde el general Benjamín Herrera, jefe único del Partido Liberal, hasta el ex presidente José Vicente Concha, jefe de los históricos , y Laureano Gómez, que iniciaba su estelar carrera, todos ellos adversos a la aprobación del Tratado con los Estados Unidos, mientras que Olaya Herrera y el grueso del Partido Conservador eran decididos partidarios de su aprobación.
El propio presidente de la República, don Marco Fidel Suárez, apoyado por sus ministros y la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, era líder de los protratadistas, si bien es cierto que, según se desprende de su correspondencia íntima, él escogió como táctica no comprometerse personalmente en la lid, sino dejar que la opinión pública presionara al Congreso, prescindiendo de toda clase de apariciones personales. La causa era tan irrevocable que, a pesar de todas las maniobras enderezadas a hundir el Tratado, este acabó siendo aprobado por una considerable mayoría en las Cámaras.
La similitud que yo invoco en estas líneas se refiere a los argumentos que se invocaban a favor del Tratado, principalmente los de carácter económico. El país atravesaba por una aguda crisis fiscal y la perspectiva de recibir 25 millones de dólares de indemnización, contenida en el Tratado Urrutia-Thomson, significaba una tabla de salvación y un despeje del horizonte en los años por venir.
Así, la ratificación del Tratado era la redención de Colombia y su improbación un salto al vacío, una incógnita sobre cómo atender en el futuro las obligaciones del Estado y, en primer término, los sueldos de los funcionarios públicos y de las Fuerzas Armadas, en una época en que no existían reformas tributarias sino manipulaciones de los derechos de aduana.
Digna de todo elogio es la investigación adelantada por doña Teresa de Gómez, en los archivos oficiales de nuestros dos gobiernos y en el archivo personal de don Marco Fidel Suárez, que permanece en su poder. La mitad de la obra contiene los documentos auténticos acerca de los vaivenes de la campaña que culminó en 1922 con la ratificación del Tratado, cuando, como lo decía en un cable dirigido a la Casa Blanca el encargado de negocios de los Estados Unidos, señor Goold, la reacción pública fue de indiferencia y en modo alguno de alegría, quizá por lo dilatado del proceso que había hecho que la opinión pública derivara hacia la indiferencia.
Para el autor de estas líneas, hay un episodio inadvertido que me inspira un gran escepticismo sobre el alcance de las controversias políticas y diplomáticas, La última versión del Tratado contenía modificaciones de carácter formal, que fueron pactadas en Washington entre las Secretaría de Estado y la legación de Colombia, que estaba a cargo del doctor Carlos Adolfo Huertas. Al someterse al Senado, en los Estados Unidos, fueron aprobadas sin ningún tropiezo, pero al llegar al Congreso colombiano se produjo un malentendido, que hubiera podido echar a pique el documento. Se trataba de que los barcos de guerra colombianos podrían transitar por el Canal en tiempo de paz, sin pagar ningún peaje, pero, en tiempo de guerra, parecería, por el texto inglés, que no tendrían derecho de tránsito, cuando lo que se quería decir era que no tendrían derecho de tránsito sin peaje.
De lo contrario, todos los barcos del mundo, aun en tiempo de guerra, tendrían derecho de tránsito, menos los de Colombia, si se atenía al tenor equívoco literal. Despejada la incógnita con negociaciones de urgencia, se consolidó el derecho de tránsito para la Armada colombiana y culminó satisfactoriamente la votación de la ley aprobatoria del Tratado. Muchos años después, durante la llamada guerra con el Perú, las autoridades norteamericanas del Canal les negaron a los barcos colombianos el paso de un océano al otro por el Canal de Panamá, o sea, lo que había sido motivo tan álgido en los últimos días del debate, en 1922.
Como nuestra Armada era, a la sazón, prácticamente inexistente, nadie se dio cuenta ni se formuló ningún reclamo, ni ninguna protesta por tan flagrante violación del Urrutia-Thomson. Personalmente investigué entre los protagonistas del lado colombiano qué había ocurrido y muchos de ellos no sabían siquiera que Colombia había intentado hacer uso de su derecho. Así se desvanecen las glorias del mundo y las conquistas más preciadas.
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