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Análisis/ La inversión extranjera: ¿una farsa?

Independientemente de lo que suceda con Panamá, el problema es más de fondo. Es fundamental entender si todos los beneficios que se han dado para atraer capital extranjero han despertado el interés tanto o más a los nacionales que a los foráneos.

Colombia está llena de gente muy inteligente, sin duda, pero cada vez más pareciera que se inclina, en mayor grado, a usar esas habilidades para lo incorrecto que para cumplir con los mandatos de la ley. Uno de los temas sobre los cuales se viene hablando desde tiempo atrás –pero del cual en el público solo hay rumores–, es la verdad acerca de los altos volúmenes de inversión extranjera que viene recibiendo el país. Claro que, comparados con aquellos que llegan a Brasil o a México –incluso a Perú–, nosotros todavía estamos en niveles relativamente bajos (Ver gráfica 1).
Cuando se revelaron los mecanismos que habían utilizado reconocidos personajes colombianos para justificar el fraccionamiento de empresas para la adquisición de predios en los Llanos Orientales, que aparecieron con operaciones en países europeos, se incrementó la sospecha que venía de tiempo atrás sobre qué tan extranjera era esa inversión que se clasificaba como tal y que tanta emoción producía entre nuestras autoridades económicas. En esta sociedad colombiana, que a pesar de hablar mucho de globalización y de viajar frecuentemente al extranjero connotados empresarios y funcionarios gubernamentales, sigue siendo muy parroquial, la llegada de recursos de otros países siempre se ha tomado como un indicador de la gran confianza que se tiene sobre el buen manejo que se hace de nuestra economía.
Eso podría explicar por qué estas preocupaciones sobre el origen de la inversión extranjera que llega al país no han merecido un análisis, ni siquiera de esa forma ‘exhaustiva’ que se pregona aquí en Colombia. Es decir, de ese tipo de indagaciones superficiales que se hacen para salir del paso, cuando no hay interés real en conocer la verdad.
Como siempre, el periódico de la Universidad Nacional, que viene con la edición dominical de El Tiempo –pero que con seguridad la dirigencia nacional poco lee–, trae un excelente artículo de Beethoven Herrera, titulado ‘Panamá, ¿paraíso fiscal?’ Este trae elementos que deberían reabrir seriamente el debate sobre la verdadera naturaleza de nuestra inversión extranjera. Plantea, como ya se sabe, pero que a nadie parece importarle, que “de los 60.353 millones en inversión extranjera directa entre el 2009 y el 2013, 26.256 millones (el 43,5 por ciento) provinieron de reconocidos paraísos fiscales”. Y agrega que, los diferentes decretos que se han promulgado sobre el tema han dejado por fuera en el 2013 a países como Panamá, Suiza, Barbados, Luxemburgo y Holanda, y en el 2014 cuando “(se) declaró a Panamá como paraíso fiscal junto con Kuwait y Qatar (…) excluyó a Anguila, Isla de Man, Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas, Jersey, Andorra, Chipre, Liechtenstein y Bermudas”.
Estas altísimas cifras de inversión extranjera provenientes de paraísos fiscales ya debería haber prendido alarmas, porque esta información no es totalmente nueva y se agrava cuando se conocen decretos que excluyen lugares en los cuales los colombianos realizan operaciones que, seguramente, quedan como inversión de extranjeros con el propósito de beneficiarse de los privilegios que les concede el Gobierno colombiano.
Pero, como si faltaran argumentos, Beethoven anota en el citado artículo que “Colombia estima que los 17.613 millones de dólares de inversión extranjera que desde 1994 han llegado de Panamá podrían no ser capital panameño, sino recursos de colombianos atraídos por la existencia de sociedades de inversión que permiten ocultar las identidades de los propietarios”.
Independientemente de lo que suceda con Panamá, que contrario a lo que muchos creen podría ir por buen camino, el problema es más de fondo. Es fundamental entender, de una vez por todas, si todos los beneficios que se han dado para atraer capital extranjero han despertado el interés tanto o más a los nacionales que a los extranjeros. Y si, por consiguiente, se han aprovechado de ello los que tienen suficientes recursos para hacerlo (lo que no era el propósito nacional). De ser así, el país estaría frente a una realidad sobre la cual debe actuar de inmediato: algunos de nuestros grandes empresarios –porque los medianos y pequeños no tienen ni agallas ni plata para hacerlo–, no solo no pagan impuestos como individuos ricos, sino que se enriquecen aún más con las concesiones que los gobiernos colombianos realizan para atraer capitales extranjeros, bajo el supuesto de que también traen tecnología y conocimiento, en general, que benefician a la industria nacional.
Parecería que el tema de la inversión extranjera en Colombia, sus altos montos, que tan felices hacen a las autoridades económicas, va más allá de solo identificar paraísos fiscales. Requiere un análisis serio porque sería inadmisible, especialmente ahora que la situación fiscal se complica más de lo esperado, que se estuviera abriendo semejante tronera que hace más ricos a los que ya lo son.
Los avivatos pululan en Colombia y estos no se limitan a moverse entre las sombras, sino que pertenecen a círculos de la élite que, con demasiada frecuencia, disponen de información privilegiada. Sectores que saben muy bien cómo aprovecharse de las puertas que abre el Gobierno, en teoría, no precisamente para ellos, sino para lograr un país más globalizado, que crezca más y que no tenga disculpas para distribuir mejor los beneficios de su desarrollo.
Cecilia López Montaño
Exministra de Agricultura
 
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