Las audiencias de Justicia y Paz han venido develando los detalles de los más brutales crímenes que por varios años los paramilitares cometieron contra colombianos inocentes a lo largo y ancho del país. Dentro de ese mosaico de atrocidades, un informe de la pasada edición dominical de este diario reporta una práctica especialmente escabrosa: la de secuestrar a los hijos pequeños de las víctimas para entregarlos a desconocidos o criarlos como propios.
Por medio de las confesiones de los miembros desmovilizados de las autodefensas, las autoridades están reconstruyendo retazos de lo que podría constituirse en uno de los capítulos más sórdidos de nuestro conflicto interno. En el proceso de Justicia y Paz se han ubicado al menos una docena de casos de menores que figuraban como desaparecidos con sus padres, pero que en realidad terminaron siendo criados por familias ajenas. O, en el peor de los escenarios, por los asesinos de sus parientes. La magnitud de este crimen y su carácter sistemático aún son materia de investigación. No obstante, la Fiscalía ya ha aclarado la situación de decenas de casos similares en Bogotá, los Llanos Orientales, Putumayo, Antioquia y el Magdalena Medio.
Ciertamente, estas trágicas historias no son una novedad. Hace más de 10 años, este diario reveló lo ocurrido con el 'nieto' del ex jefe paramilitar Ramón Isaza. El menor era hijo de unos guerrilleros del Eln que una de las hijas de Isaza crió como suyo. A los niños robados por las autodefensas después de matar a sus padres se suman los que fueron regalados a familias campesinas de las zonas de conflicto, como, por ejemplo, Putumayo. Tampoco es una atrocidad exclusiva de la violencia colombiana. Durante la dictadura argentina, un número no determinado de bebés de desaparecidos políticos fueron secuestrados por militares, quienes, después de matar a sus madres, los criaron como propios o los dieron en adopción. La organización de las Abuelas de la Plaza de Mayo ha liderado en este país austral la recuperación de la verdadera identidad de un centenar de sus nietos, hoy adultos de más de 30 años.
Los desafíos que estos menores robados imponen al proceso de reconciliación son de una gran complejidad. Se trata de muchachos, algunos ya mayores de edad, que ignoran quiénes fueron sus progenitores o han crecido con sus victimarios. Las entregas sistemáticas de niños en pueblos bajo la órbita paramilitar y guerrillera -hay reportes de que las Farc también lo hacen- han creado una generación entera de adolescentes, literalmente 'hijos de la guerra'. Sin desconocer que los recursos de las unidades a cargo de Justicia y Paz se encuentran en el límite y muchas de estas sin fondos, estos niños merecen una especial atención.
Es perentorio que la Fiscalía continúe las labores de rastreo de los casos que se han detectado a partir de las audiencias. Las personas que los recibieron de los paras o los guerrilleros deberían tener garantías para poder informarles a las autoridades sin temor a represalias; igualmente, aquellos que están buscando a sus hijos perdidos en las puertas de Justicia y Paz.
Así como en los delitos cometidos por las autodefensas se trata de esclarecer la verdad de los miles de crímenes, en esta situación el derecho que hay que restablecer es el de la identidad de los menores. La reparación por haberlos convertido en botines de guerra empieza por restituirles la historia, la familia y el origen. Mantenerlos en la ignorancia es una doble victimización. Deberían, además, contar con un acompañamiento sicológico. De todas maneras, el destape de estas oscuras realidades ratifica el alto nivel de degradación al que ha llegado el conflicto interno y en el que continúa.