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Centenario de García-Peña

A Roberto García-Peña le cayó encima la responsabilidad de dirigir EL TIEMPO cuando menos lo esperaba. Él lo recordaba así: "Una tarde iba en el carro con el presidente Eduardo Santos, a quien muchas veces acompañaba hasta su hogar, cuando, de pronto, y sin ningún preámbulo, me dijo: 'Mi querido Roberto: yo creo que usted puede ser el director de EL TIEMPO' ". Corría el año de 1939. García-Peña tenía 29 años y se convirtió entonces en el director de más larga permanencia que ha tenido esta casa y 42 años después fue promovido a Director Emérito. Dicen los libros de historia del periodismo colombiano que "su producción editorial podría alcanzar los 20.000 textos".
Quizás más, si se considera que escribía dos o tres artículos de fondo, su columna semanal y una que otra noticia. Pero lo importante no es el volumen de su producción, sino la orientación que impartió a través de ella y las lecciones de bonhomía, patriotismo y periodismo que dejó. Hoy se cumplen 100 años de su nacimiento y es inevitable recordar que, siendo niño en Bucaramanga, ya escribía en revistas escolares y al viajar a Bogotá a estudiar Derecho ingresó a El Espectador. De allí lo despidieron aduciendo que tenía "muy buena voluntad" pero "para esto ni sirve". Fue luego diplomático, secretario de la Cancillería y reportero de EL TIEMPO. Entonces se produjo aquella escena en el carro del doctor Santos.
Desde ese día, García-Peña dictó en los editoriales una cátedra en defensa de los ideales liberales y democráticos, escrita en español casi cervantino. Fueron cuatro décadas difíciles y de grandes transformaciones. Soportó atentados, vio cómo en 1952 manos criminales de origen sospechable reducían a cenizas las instalaciones del periódico y se negó a ceder ante la dictadura de Rojas Pinilla, que le exigió una rectificación humillante, lo que condujo al cierre del diario en 1955. Su filosofía interpretaba la del periódico: "Entendemos el periodismo como el ejercicio de la inteligencia en función del interés colectivo y no como la exclusiva sumisión a un grupo de poder".
Siempre interesado en la actualidad, solía sintonizar en la noche emisoras internacionales. Este hábito le permitió enterarse, antes que nadie en América Latina, del atentado mortal contra Robert Kennedy el 6 de junio de 1968 y ofrecer una de las más memorables 'chivas' continentales de EL TIEMPO. Y, para no abandonar su vena de poeta y escritor, fue director de 'Lecturas Dominicales', y todas las semanas, en su columna 'Rastro de los hechos', cultivó, con el seudónimo de Ayax, su cariño por la literatura y la lírica, pues, como dijo en alguna entrevista, "¿Quién que es no es romántico?". Azorín fue su guía como cronista viajero, y los clásicos, sus maestros. Juan XXIII y el Concilio Vaticano II apuntalaron en él un humanismo cristiano que le permitió unir su infantil vocación religiosa y su juvenil militancia socialista.
Fue generoso y transparente hasta el extremo, tanto en su vida personal como en su condición de maestro de periodistas. Gabriel García Márquez dijo de él que era "uno de los hombres más decentes de nuestro tiempo". El editorial de esta casa lo describió así al morir, el 28 de noviembre de 1993: "Idealista, de generosidad a veces excesiva y pródiga, no lo atraía la riqueza material, que estuvo al alcance de sus manos. Tampoco la ambición política o el ansia de poder".
García-Peña es parte esencial de la historia de esta casa, a la cual estuvieron vinculados otros miembros de su familia, como su nieto Roberto Posada García-Peña, el lamentado D'Artagnan. Es también fuente clave de la historia de Colombia del siglo XX. Pocas personas comentaron con tanta asiduidad y talento los acontecimientos de su época. Y pocas fueron tan queridas, aun por sus propios contradictores.
 
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