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Cien años de Roberto García-Peña

Cumpliéndose el próximo sábado 24 de abril el centenario del natalicio de nuestro entrañable compañero y amigo Roberto García-Peña, director de EL TIEMPO durante 42 años, debo dejar los temas candentes de la campaña electoral en curso para ocuparme de su recuerdo, su personalidad y sus servicios. Pasan los días, pasan los meses, pasan los años desde su fallecimiento el 28 de noviembre de 1993 y, sin embargo, permanece, acrecida, la obra que con luminosa inteligencia y paciencia de alfarero contribuyó a construir, además de sus numerosos escritos y de su ejemplo de varón insobornable en la defensa y promoción de sus principios liberales y democráticos.
Tempranamente se inició en el periodismo, desde cuando viniera de su nativa Bucaramanga, cargado de sueños y esperanzas, con el propósito de seguir la carrera de Derecho y Ciencias Políticas. Lo recibió el director-propietario, doctor Eduardo Santos, con la advertencia de que no abrigara la ilusión de escribir editoriales, oficio que más adelante desempeñaría con intensidad y extensión sin par.
Un paréntesis de vida diplomática tuvo para ir a acompañar, en calidad de secretario, al embajador en Lima, su coterráneo Gabriel Turbay, quien había sido médico de cabecera de su padre y con quien lo ligaría amistad inquebrantable. Se trataba de normalizar las relaciones con el Perú después de la guerra con Colombia, y de ahí el rango novedosamente superior del plenipotenciario, quien había sido ya, aún joven, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores.
Para Roberto, esta etapa diplomática fue decisiva en su formación intelectual. Tanto por los contactos con las figuras políticas del Perú, principalmente del Apra, como por los estudios de Derecho Internacional Público y Privado que luego adelantó en Santiago de Chile, donde también cultivaría sus aficiones literarias y su exquisita sensibilidad poética, bajo la influencia de Pablo Neruda. Fue cuando escribió el poema que en ratos de bohemia gustaba recitar con voz emocionada.
Con los poetas tendría siempre en Colombia estrecha relación de afinidad y afecto, conforme lo testimonia el homenaje de los vates del grupo de 'Piedra y Cielo', cuyo vocero fuera Eduardo Carranza, quien escribió en verso la hermosa dedicatoria, a la cual pertenecen las siguientes palabras: "Y así, tu corazón es una casa / de flores y hay en ella una ventana / donde a veces se asoma una persona / o vuela una paloma enardecida,/ con un ramo de versos en el pico. / Sombrea esa casa el árbol de tu hombría / de bien, a un tiempo tierna y poderosa / que es el modo de ser santandereano".
De Chile fue traído de regreso a Bogotá con el cargo de Secretario General del Ministerio de Relaciones Exteriores. De donde pasó a ser director de EL TIEMPO, precisamente cuando su propietario ejercía la Presidencia de la República. Por cierto, era él quien observaba el buen juicio de Roberto para apreciar las más disímiles situaciones. Cualidad que le permitía escribir velozmente editoriales sobre los acontecimientos de última hora, con seguridad, reflexión y acierto. A veces en circunstancias sumamente peligrosas y con fidelidad imperturbable a sus ideales que con los de este diario se confundían, así como a sus deberes de información, orientación y cultura.
Por la libertad, la democracia y la justicia, Roberto luchó sin tregua. No se arredró, no capituló ante terribles amenazas. Tenía un heroísmo que procedía de la mente y se sobreponía al temperamento, de ordinario jovial y sensible. Conocimiento humano de las gentes y las cosas, merced al cual era, a la par de escritor insigne, eficaz director de la orquesta periodística, ducho en saber qué teclas tocar y a qué personas encomendar los respectivos trabajos. Era todo un director al que su genio le permitía establecer afablemente la disciplina. Y decir "no" cuando quiera se pretendió atropellar su conciencia o la violencia rondó en su hogar, donde su esposa, Rosita, era su estímulo y escudo. 
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