Contaba Roscoe en su libro sobre León X que cuando el Papa se enteró de los reclamos de Martín Lutero, dijo con una copa de vino en la mano: "No es más que un alemán borracho: en tres días nadie se acordará de él". Se equivocaba. Como suele ocurrir con la historia y sus erupciones más violentas: que la gente las vive como si se tratara sólo de la vida, sin notar el volcán que brama allí abajo. El ruido del tiempo, su fuga, no nos deja ser conscientes de la historia, cuyo verdadero rostro se ve casi siempre en el futuro y no en el presente.
Y mejor así, porque a nadie le gusta ser un personaje de Shakespeare. Pero lo que reclamaba Lutero era muy simple: que la Iglesia se purgara de sus vicios y de sus lacras; que el papado pensara más en Dios y menos en el Renacimiento (aunque el arte sea la pasión de Dios, no la teología); y que no se hiciera del pecado una mercancía de cambio y compraventa, dándoles a los ricos la tarifa en monedas de la entrada al Paraíso. Que el cristianismo lo fuera de verdad, casi por una iluminación, y no el manto que escondiera los peores excesos del clero. Que la Iglesia, en últimas, dejara de ser lo que siempre había sido.
Ahora: Lutero era un erudito, no un pastor de guitarra y alaridos y milagros con horario. Y no estaba borracho, ni andaba de parranda: sólo decía lo que muchos entonces pensaban: que la Iglesia de Roma era una suerte de Sodoma y Gomorra, y que en sus pliegues se escondía el pecado mejor que la santidad. Y el Papa era florentino, un Médicis, y Dios le importaba muy poco. Ya Juan XII lo había antecedido, en el siglo X, con apenas 16 años y una voracidad sexual propia de su edad, hasta que un marido celoso (y certero) lo mató al verlo en la cama con su esposa.
Lutero no era un monje libertario sino un fanático, un místico al que le molestaba la humanidad de la Iglesia, su naturaleza. Y no quería destruirla sino purificarla (es decir destruirla), pero el desprecio de Roma no hizo más que extender y exacerbar las brasas de su causa: en menos de tres años, el "alemán borracho" había incendiado media Europa, y ocurrió lo que nadie esperaba: que los burgueses y los comerciantes vieran en la Reforma el pretexto perfecto para quitarse de encima el lastre religioso que tanto los limitaba. Así surgió la Modernidad: cuando la burguesía se sirvió de la teología para minar la autoridad de los Papas. Ya luego les llegaría el turno a los Reyes.
Y aunque pocos lo estén viendo así y pueda sonar muy exagerado, hay que decir que los escándalos de pederastia que hoy salpican a la Iglesia Católica son tan graves, y más, como la venta de indulgencias en el siglo XVI que tanto indignó a Lutero. Y la respuesta de las jerarquías eclesiásticas, con el Papa a la cabeza, es aun peor que entonces: no sólo por el encubrimiento y la indolencia hacia las víctimas, sino por la presunción de que todos somos estúpidos -y sí, pero no tanto- y de que estamos ante unos simples "errores pastorales". No.
Tanto la Reforma del siglo XVI como lo que está ocurriendo ahora coinciden con una gran revolución tecnológica en los medios de difusión del pensamiento y de la consciencia histórica. Ya se sabe que sin la imprenta el protestantismo no habría pasado de ser una disputa teológica más, y que sin Internet lo de hoy no sería lo que es: un escándalo monumental que tiene a la Iglesia ante el abismo de una nueva desbandada.
Y las respuestas de algunos miembros del clero resultan simplemente grotescas, como si se las estuviera dictando Fellini. Hace poco, por ejemplo, monseñor Darío Castrillón le dijo a Ángela Patricia Janiot estas dos perlas: que no había pedófilos sino personas que incurrían en actos de pedofilia, y que un sacerdote en ese caso podía ser rehabilitado como un médico que por un error se hubiera quedado sin su licencia. ¿Ah?
Sentí vergüenza ese día. De ser católico y de ser colombiano. Y no estaba borracho.
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