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Fausto Ávila, pintor a bala

Era escolta de una empresa de pollos, recibió dos disparos en su cabeza y ahora no para de pintar. Su caso les ha permitido a doctores aprender sobre el cerebro.

La culpa fue del cigarrillo. Eso piensa Fausto. Lo llevaba entre los dedos de su mano derecha, recién prendido, y se lo acercó a la boca. Aspiró fuerte. Entonces, cree él, la luz que brotó del tabaco permitió que los asaltantes vieran su rostro y ayudó a que las balas dieran en el blanco.
Era el 24 de diciembre del 2000: dos de la mañana. Fausto Marcelo Ávila iba en la parte delantera de un camión lleno de pollos que venía por la vía de Facatativá a Bogotá. Había neblina. El carro subía lentamente. Fausto, entre el chofer y un ingeniero de alimentos, era el escolta contratado por la empresa de pollos para la seguridad del viaje. Llevaba puesto chaleco antibalas y una pistola 9 mm. en su cintura. Los atracadores se atravesaron en la vía y dispararon: Fausto no alcanzó a reaccionar. El cigarrillo, las balas, los gritos, el camión robado. Y, después, él tirado en una cuneta con la sensación de que de su frente rodaba un chorrito de algo. Era su cerebro.
Nueve años después, Fausto está en la oficina de la neuropsicóloga Diana Matallana, en la facultad de medicina de la Universidad Javeriana. Su mirada es dura, habla despacio y su frente está marcada por una cicatriz que se toca con frecuencia. No es una cita médica, no viene a que lo receten -toma 23 pastillas diarias para soportar los efectos de las heridas en su cabeza-. Viene a mostrarle a la doctora las pinturas que ha hecho en los últimos meses. Porque Fausto, después del atentado que afectó su lóbulo frontal y le quitó facultades para seguir su vida laboral, empezó a pintar. No lo había hecho antes. O quizá sí: en sus días de colegio, como la mayoría, pero era de los que cuando trataban de pintar un caballo les salía un pato. Lo primero que hizo después del accidente fue llenar cuadernos con una letra grande y un único tema: la muerte. Morir o, mejor, matar, se convirtió en su obsesión. Para su familia eso era extraño porque era un tipo calmado. Se había metido de escolta por necesidad y apenas llevaba quince días en ese trabajo cuando lo asaltaron. En el 2004, como consecuencia de las esquirlas de bala que quedaron en su cerebro, empezó a sufrir ataques epilépticos. Dejó de escribir (ahora solo estampa su firma) y uno de los psiquiatras que lo atendían le sugirió pintar. Hoy, Fausto pinta todo el día en su casa del barrio 20 de Julio, de Bogotá.
Casos de famosos
La doctora se levanta del escritorio, va a un tablero, delinea un cerebro y explica. Para ella, lo que ha vivido Fausto se relaciona con el concepto citado por primera vez en 1996 por tres doctores de la Universidad de San Francisco -B. Miller, M. Ponton y D. Benson- y descrito por ellos en la revista médica The Lancet: la "facilitación funcional paradójica".
Los médicos definieron así los casos de explosión de creatividad visual en pacientes con demencia frontotemporal. Según ellos, el deterioro del lóbulo frontal -responsable, entre otras cosas, de las habilidades sociales y la planeación- puede llevar a un aumento en las funciones de la región posterior del cerebro, que activa las respuestas visuales. Si el cerebro se libera de unas tareas puede concentrarse en otras.
Eso plantearon los médicos y se refirieron a una mujer que tras sufrir esta demencia mostró una destreza para la pintura que no tenía. ¿Pasó esto con Fausto? ¿Pinta como efecto de las balas que dañaron su lóbulo frontal y temporal? Es la idea de Matallana.
"Son casos en los que una enfermedad, paradójicamente, facilita una actividad artística -explica la doctora-. El tiro que Fausto recibió atravesó la corteza frontal derecha. De ese daño surgió una capacidad visual que no estaba presente. Él representa esa extraña compensación cerebral: ante la carencia de una habilidad, aparece otra".
Diana Matallana ha investigado el tema desde hace años y estudiado la historia de pintores famosos cuya vida puede asociarse con alguna alteración mental o neurológica. "Las miradas médicas al arte pueden parecer simplistas -acepta-, pero son una puerta al mundo interno de quien realiza una obra". Se refiere al pintor florentino Jacopo Pontormo. "Su diario deja pensar que la anorexia, la bulimia y otros trastornos que podríamos considerar contemporáneos estaban en su vida y afectaron su trabajo. La alteración perceptual propia de estos trastornos aparece en sus cuadros". También incluye a Caravaggio: "Su pintura fue tan famosa como sus expedientes judiciales. Lo increíble es que a pesar de su agresividad y su personalidad violenta, coexistió una actividad creativa muy importante". Cita a Carlo Zinelli, artista italiano que pasó buena parte de su vida en un hospital psiquiátrico, pintando sin descanso. Según Matallana, los estudios los pacientes que liberan una actividad pictórica tienen en común afecciones en las mismas áreas cerebrales, frontales y temporales. Hipótesis: la pérdida de las funciones de los lóbulos temporales puede intensificar experiencias visuales "sin filtro". Dado que las áreas frontales están involucradas en los mecanismos de inhibición y control, cuando estas no actúan se libera la expresión. Hay impulsividad. Esto, según Matallana, puede explicar lo que ha vivido Fausto, aunque en su caso derivado de un trauma. "Su historia nos ha permitido aprender más cómo funciona el cerebro", afirma la doctora.
Fausto, 39 años recién cumplidos, tiene claro que se ha convertido en foco de estudio médico (quizá lo tiene demasiado claro). "Sé que soy un enfermo psiquiátrico y que lo que pinto es producto de lo que me pasó", dice y luego explica cómo surgen sus pinturas: "Se me aparecen a mil, a mil, a mil. ¿Se acuerda de cómo queda la cabeza de los monitos animados después de que les dan un totazo, viendo estrellitas? Así me nacen las ideas y si no las pinto me exaspero, me quiero morir".
¿Cambio en sus circuitos cerebrales?
Su mamá, Mireya, que lo cuida desde el asalto, le pide que descanse. Le angustia que le vaya a dar algo de tanto pintar, dice ella. Fausto solía leer. Le gustaba la poesía y en el poco tiempo en que fue escolta llevaba con él un libro de versos. Ya no lee. Solo pinta, y ve películas de guerra y cuanto noticiero de televisión se encuentra. No sale mucho de su casa porque el ejercicio lo pone mal, le molesta el ruido, lo enfurecen los trancones y alcanza a violentarse. Camina con dificultad y su lado izquierdo no funciona bien. "El brazo izquierdo me mama gallo. A veces no puedo agarrar nada y, a veces, lo que agarro no lo puedo soltar".
En sus cuadros se repiten calaveras, ataúdes, monjes con lágrimas de sangre. "Lloran sangre porque el que llora sangre llora el alma", explica Fausto. Habla de la muerte, de matar, pero en realidad no se ve violento. También habla de sus hijos, de 13 y 10 años (es separado), y cuenta que le gustaría verlos más. Pero regresa a la muerte. "Pienso en matar y me produce risa", dice Fausto, y no sonríe.
Varios de los medicamentos que toma son para mantenerlo tranquilo. La pintura también le sirve. "Cuando pinta se le quitan esas ideas", cuenta su mamá.Sus últimos dibujos son distintos, menos violentos. Figuras geométricas sin la fuerza expresiva de los primeros. Fausto habla de la necesidad de cambiar y no estancarse. Matallana lo explica: "Los cambios en las pinturas se derivan de cambios en su cerebro". Nada de un posible deseo de experimentar, así sea para equivocarse. ¿Toda la expresión de Fausto se debe al estado en que quedó su cerebro tras las balas, o ese episodio hizo aparecer en él un interés por pintar que tenía guardado? ¿Todo responde a que cambiaron sus circuitos cerebrales? Otra corriente de psiquiatras considera, por su parte, que no conviene explicar el talento desde el punto de vista de la alteración. A Fausto le gusta pintar, y es lo que vale. "Me siento orgulloso de lo que soy capaz de hacer -dice-. Si se lo debo al accidente, pues entonces agradezco que me haya pasado".
MARÍA PAULINA ORTIZ
Redactora de EL TIEMPO
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