Uno de los hechos más terribles de la violencia que ha soportado Colombia en las últimas décadas -ante todo, desde la emergencia de los grupos paramilitares y su dura confrontación con la guerrilla- ha sido la utilización del cuerpo de las mujeres como parte del "territorio de la guerra".
En efecto, los paramilitares en muchas regiones decidieron ultrajar sexualmente a las mujeres como un mecanismo para humillar a los hombres o las comunidades que, real o supuestamente, colaboraban con su adversario. En algunos casos, la sevicia sexual incluía, igualmente, a los jóvenes de la comunidad. Es decir, la violencia sexual como arma de guerra. Igualmente, fue constante en zonas de dominio paramilitar que los jefes locales instauraran una especie de "derecho de pernada". Este derecho medieval europeo (denominado en latín Ius primae noctis) le permitía al señor feudal tener relaciones sexuales con las siervas antes de la boda. A cambio, el siervo obtenía el derecho de cazar en las tierras del señor. En Colombia, el ejemplo más evidente de una práctica similar fue la que instauró Hernán Giraldo en la Sierra Nevada de Santa Marta. A cambio del desfloramiento de las jóvenes de la zona, las familias obtenían beneficios económicos tales como cabezas de ganado.
Ante esta realidad, el primer impulso de toda organización defensora de los derechos humanos es presionar a las mujeres para que denuncien este crimen. Se trata de un grave error. Antes de denunciar, las mujeres ultrajadas deben ser preparadas para afrontar ese hecho.
La lección me la dieron en el Perú. Hace dos años fui invitado por el presidente de la Comisión de Verdad y Reconciliación, Salomón Lerner, a un intercambio de experiencias. Una de las más dolorosas que habían vivido en el Perú había girado en torno a los delitos sexuales. En efecto, muchas ONG habían presionado a las mujeres para que denunciaran los crímenes sexuales, tanto de senderistas como de agentes del Estado. Y el resultado había sido nefasto. Las mujeres denunciantes habían sido expulsadas de sus hogares y de sus comunidades, que no aceptaban "mujeres contaminadas". Y, ahora, vivían recluidas en piezas miserables, lejos de sus familias y sus regiones, en barrios marginales de Lima. Es decir, las mujeres habían sido "revictimizadas".
¿Qué había ocurrido? Que las denuncias no se habían acompañado, en primer término, de un proceso previo de preparación de la propia víctima; en segundo término, de su familia y, por último, de la comunidad. Este desconocimiento del contexto cultural había producido un desastre: difícilmente en nuestro medio cultural un hombre acepta convivir con una mujer violada. Y, en muchas ocasiones, este mismo antivalor es compartido por las comunidades concebidas como colectivo social, tanto agrarias como afrodescendientes e indígenas.
Una constatación dolorosa de esa experiencia la tuve hace algunas semanas. Una mujer campesina me contó cómo habían sido violadas las mujeres de su comunidad de manera repetida por un grupo paramilitar. Y cómo todas las mujeres que habían denunciado el crimen vivían ahora en la miseria en Santa Marta, repudiadas por sus familias y la propia comunidad. Salvo ella quien, me decía, había encontrado apoyo psicológico temprano y, tras un difícil proceso con su marido, había logrado recuperar su entorno familiar y hoy, convertida en líder social, estaba ayudando al resto de las mujeres y familias a superar el dolor y el daño causados.
Esta idea de la mujer-violada como "mujer contaminada" no es exclusiva de América Latina. En muchas regiones islámicas, las mujeres violadas son condenadas a muerte, como ocurre, por ejemplo, en Pakistán.
Es muy importante que las mujeres de todo el país denuncien los crímenes sexuales. Pero, insisto, para ello se requiere una preparación previa de las mujeres y de su entorno familiar y social. Lo contrario puede conducir a una revictimización de las víctimas de este crimen atroz.