El 21 de septiembre de 1983 un grupo de artistas se puso una cita para tratar de sentar un precedente. Para exorcizar su malestar. Eran los años de la dictadura en Argentina, y se asomaba su fin, luego de ocho dolorosos años. Su idea era tomarse la paradigmática plaza de Mayo de Buenos Aires, aquella que por años ha sido recorrida por madres y abuelas de los desaparecidos exigiendo de forma pacífica que "aparezcan con vida" sus familiares. Lo harían durante 24 horas intentando devolver a la vida a esas 30.000 personas reportadas por los organismos de Derechos Humanos, dibujando siluetas y pegándolas a lo largo de los muros de la Plaza. El evento se llamó 'El Siluetazo' y fue sujeto de investigación de la argentina Ana Longoni, especializada en el tema de la cultura como resistencia, quien vino a dictar una conferencia a la maestría de Museología de la Universidad Nacional de Colombia en días pasados.
Ese día de septiembre se ha convertido en un hito cultural en la historia del arte latinoamericano, tan es así que hoy en día aún se replica y sus variantes han dado pie para que otros eventos de activismo artístico político se lleven a cabo en otros países que padecen situaciones de violencia e impunidad permanentes. Un acto que se inscribe dentro de esta corriente fue, por ejemplo, el llevado a cabo en Lima el 27 de julio de 2000 en donde un grupo de artistas convocó a la comunidad para que llevara un platón rojo, un jabón marca "Simón Bolívar" y una bandera de tela peruana, para lavarla en la plaza principal y así demostrar simbólicamente su inconformidad frente a la situación de corrupción de su país. En Bogotá, algunos recordarán los ladrillos pintados de blanco con una cruz negra encima y los nombres inscritos de los inmolados de la Unión Patriótica, cientos de éstos apostados a lo largo de la carrera 7ª. Las tres acciones tienen algo en común y es que sobrepasan ampliamente los límites del arte y son acogidos por la gente quien de ahí en adelante se las apropia y modifica según sus propias necesidades.
Eso fue justamente lo que sucedió en Argentina, en donde el tema de la dictadura está en permanente discusión y aún es motivo de tensión. Aún no está sanado. Ejemplo de ello son los dos libros que fueron presentados la semana anterior en Cartagena en el marco del Hay Festival, A quien corresponda, de Martín Caparrós, e Historia del llanto, de Alan Pauls. Igualmente el premio Clarín de Novela 2008 le fue otorgado a Raquel Robles, militante activa de H.I.J.O.S. (la asociación de los hijos de desaparecidos), por su novela Perder. De la misma manera, en el reciente Salón Nacional de Artistas, llevado a cabo en Cali, fue presentada la obra "Nosotros no sabíamos", de León Ferrari, que aludía a esa expresión de la sociedad argentina que al finalizar la dictadura dijo no saber qué era lo que estaba pasando. La prueba de Ferrari son dos paredes de recortes de prensa con las noticias de las desapariciones permanentes de civiles durante ese período.
Ese día de septiembre, los artistas Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Xexel sacaron las numerosas hojas de papel para recortar y empezaron a pintar siluetas en la mitad de la Plaza. El reto era grande y con tan pocos integrantes, sería muy difícil cumplir con la meta de los 30.000 desaparecidos. Pero, la necesidad de gritar en silencio pudo más y la gente empezó a sacudirse el miedo y a prestar su cuerpo para "ponerse en el lugar del otro y prestarle un soplo de vida a ese que no lo tiene, en ese final inconcluso que es la desaparición", explica Longoni. Fueron horas y horas, en donde ante la mirada atónita y asustadora de la policía, la gente sintió que podía decir algo sobre la ausencia. Fue, eso sí, una especie de catarsis colectiva.
La imagen de las cientos de siluetas en la Plaza de Mayo, capturada por los medios de comunicación al día siguiente, fue calificada de "perturbadora" y decía la prensa que quien pasaba por ahí se sentía observado.
Calculado, pero no tanto
El ingrediente artístico en 'El Siluetazo', más que buscar un reconocimiento individual sobre la brillantez de una idea, se dio a otro nivel. Por ejemplo en pensar esos cómo, cuándo y dónde que hacen la diferencia. Porque poner las siluetas en el piso tenía la connotación policial de aquel que es muerto y señalado como tal a través de un croquis. Y nadie quería que esa fuera la interpretación. Por eso, decidieron ponerlas verticales y a la misma altura de una persona convencional, para de alguna manera, devolverles la vida arrancada a la fuerza. Sin embargo, los límites empezaron a desdibujarse y la estética buscada, de la uniformidad de las siluetas, asexuadas y anónimas, fue vencida por un argumento esencial.
Las madres y abuelas les dijeron que esas siluetas representaban a gente de carne y hueso, de hombres, mujeres y niños desaparecidos (hay 500 de los que solo han aparecido 90). Con nombre y apellido. Así, la gente empezó a recortar a su desaparecido. Una mujer que estaba encinta en ese entonces, su pareja, el hijo que hubiera nacido. Por eso hay siluetas con nombres. Convencidos, los artistas rápidamente le quitaron el epíteto de arte a dicha acción y la denominaron un hecho gráfico colectivo y público.
En el acto participaron cientos de personas y aunque fue interrumpido a la medianoche, al sentirse amedrentados por la policía, logró su objetivo: Que todavía haya quienes recuerden a los desaparecidos de la dictadura en Argentina. Porque las diversas iniciativas llevadas a cabo en dicho sentido y permanentemente reactivadas por las madres y abuelas de la Plaza, han hecho imposible que el tema se olvide.
Los herederos
Los hijos de los desaparecidos debieron crecer con un marco de referencia bien particular. Si bien Raúl Alfonsín, el presidente argentino que logró la transición hacia la democracia en Argentina en 1984, hizo el juicio a las Juntas militares y cerró un capítulo de una historia, muchas grietas quedaron, como que solo fueron enjuiciados y condenados siete militares. De alguna manera, era entendible, todos querían dejar eso enterrado.
Sin embargo, llegaron los 90. El gobierno de Menem firmó la Ley de Indulto que excarceló a los militares implicados en la dictadura. "Esa década produjo un escenario de impunidad que hizo que los hijos de los desaparecidos se organizaran, y, cambiando la estrategia de las madres y abuelas de reclamar por los desaparecidos en la Plaza, desplazaron el eje de la víctima al victimario", explica Longoni. Así, iniciaron algo que se denominó el 'escrache' (de scratch, escarbar, destapar), que significa "poner en evidencia a los genocidas en sus lugares de residencia y trabajo". Las acciones consistieron en encontrar la ubicación de muchos de los militares implicados, y poner cerca de sus casas marcas que mostraran que ellos habían cometido algún crimen. Señales de tránsito con los nombres de los militares, su dirección y crimen, empezaron a aparecer en la ciudad, así como manchones de pintura roja en las fachadas de sus casas.
El tema sigue vivo. No por nada, el artista argentino Javier del Olmo presentó en 2007 una obra en el Centro Cultural La Recoleta cuyo título fue "1.888 personas muertas por las fuerzas de seguridad del Estado desde 1983 hasta 2005", ni es casual que hoy día en los muros de Buenos Aires haya repetidamente un estencil que se pregunta por la suerte de Julio López, un albañil que testificó en contra de Miguel Etchecolatz, ex Director de Investigaciones de la Policía, y desde hace dos años está desaparecido. Las heridas han de sanar y para Colombia, en plenas reflexiones sobre la reparación simbólica de sus víctimas, el tema va como anillo al dedo.