No es un detalle insignificante: Valdivia es el jugador más profundo de Chile. Suazo también, pero esto es lógico, se trata del goleador. En cambio en Valdivia encontraba Bielsa el desequilibrio en la zona de armado, el pase-gol y la letalidad que no tienen otros volantes de la Roja. Por caso, Alexis Sánchez, que a veces parece el perro que quiere morderse la cola, da vueltas sobre sí mismo.
Otra vez 62.000 aficionados apoyarán ruidosamente a su selección. Colombia sabe lo que es vencer en Santiago, no es misión imposible, aunque esta vez cambian las circunstancias: la selección de Pinto debe ganarse primero a sí misma, encantarse de su propio juego, convencerse de él. No es fácil en un equipo, en un fútbol, que tiene un estigma con el gol.
El gol llega a través de los goleadores (no hay) y también de las intenciones (escasas): es preciso querer hacer goles, buscarlos. Si la preocupación fundamental pasa siempre por no recibirlos, es complicado anotarlos.
El problema colombiano es que no se le advierte fútbol, no hay volumen de juego porque no se utilizan jugadores aptos para crear (tal vez el DT no cree en los que tiene). Y a los que juegan tampoco se los concientiza de jugar a crear, a atacar, a tratar bien la pelota. Si todo el mensaje pasa por presionar, marcar y cortar los circuitos rivales, se está en un problema.
El jugador tiene un solo chip en la cabeza. No lo podemos sobrecargar de obligaciones defensivas y luego, cuando toma la pelota, decirle: "Creá, inventá, improvisá..." Imposible. No existe el botoncito que le cambia la frecuencia.
Para los dos será una prueba de fuego: ya Uruguay se instaló un punto arriba; y viene acechando Ecuador (cuidado, que sabe cómo remar a la orilla de enfrente)
Eso de que el empate no sirve es cuento. Perder no sirve. La derrota genera crisis, desaliento, ataques, desconfianza de los jugadores en sí mismos y en el técnico. El empate mantiene intactas las expectativas. Lo que Colombia no debe es salir pensando en el empate. Siempre es negativo.
Falta un mundo todavía, pero hay una crisis de juego inocultable.
Por Jorge Barraza
Especial para EL TIEMPO