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Fernando Rodríguez: el príncipe negro del Royal Ballet de Inglaterra

A su familia le tocó empeñar todo para que estudiara en Cuba, vivió en un convento a escondidas y bailó en discotecas para ganarse la vida. Ahora, este valluno baila con los mejores.

Redacción El Tiempo
Había una vez un niño negro que creció en un barrio pobre de un puerto lejano del Pacífico  y soñó un día con ser bailarín de ballet...  
La historia de Fernando Rodríguez parece un cuento de hadas, pero no es tan simple, ni tan rosa.
Siempre desafió al destino. Su madre tenía ligadas las trompas cuando le dieron la noticia de que estaba embarazada. Así, gracias al margen de error del 1 por ciento de este método, Fernando llegó a este mundo y se convirtió en el cuarto hijo de la familia de Gloria Yenny Montaño y Juan Rodríguez, que se ganaba la vida subiendo bultos a los barcos que llegaban a Buenaventura, y que vivía en una casa del barrio Camilo Torres, por donde pasaba todas las tardes el tren con carga.
Fernando bailaba desde que aprendió a caminar con sus hermanos, Katerine, Leida y Juan Miguel, con la música de una vieja grabadora. "Parecía un esqueleto rumbero", decía su madre. 
A los 3 años, cuando vio en un televisor en blanco y negro un comercial de una escuela de ballet, vaticinó su destino: "Mami, quiero ser bailarín de ballet". Parecía un chiste en un puerto donde muchos niños sueñan con ser futbolistas y hasta en viajar de polizones en un barco para Estados Unidos.
Tres años después, su familia se mudó al barrio Marroquín, de Cali, en Aguablanca, donde, pese a que su padre lo llevaba a jugar fútbol, comenzó su carrera en el grupo de danzas del colegio Sendero del Futuro. Era la estrella el Día de la Madre. De ahí pasó a la escuela Piazzola, donde su madre lo matriculó con 25 mil pesos. Aprendió a bailar tangos y se presentaba en viejotecas. Y tras darle mil vueltas al asunto, sus padres lo metieron a la escuela Incolballet, donde lo aceptaron pese a sus pies planos y sin pagar pensión. Fue así como, a sus 12 años, se calzó sus primeras zapatillas, que su madre le compró por 20 mil pesos con una camisilla, unas medias y una lycra. 
La soledad de Cuba
Luego de dos años en la escuela, viajó a La Habana, becado por la escuela Nacional de Ballet de Cuba. Con plata prestada, su familia le compró el tiquete y lo envió a la isla con un mercado y manjar blanco en una caja. En La Habana vivió en la casa de la abuela de Venus, su mejor amiga del ballet, y sobrevivió con los dólares que le enviaban de Cali. Lloró días enteros de soledad, pero no dejó de bailar, ni siquiera cuando se le rompió una zapatilla y su dedo gordo se hizo sangre. 
En La Habana, recibió aplausos de Fidel Castro y se graduó en diciembre del 2004, tras una gira con el ballet de Cuba por Centroamérica y España. 
Regresó a Cali convertido en un bailarín de 1,77 metros de estatura y 60 kilos de solo músculos. La casa no era la misma, la habían perdido por una hipoteca que hicieron para sus estudios y vivían arrendados en el mismo barrio. Pero su sueño no había terminado. A comienzos del año pasado, su papá hizo un nuevo préstamo para pagarle el viaje a Italia, para que fuera a unos concursos con su amiga Venus, pero en la embajada le negaron la visa. 
Fernando, que hacía las vueltas en  Bogotá con una carpeta con sus fotos de bailarín desde niño, insistió y un mes después, el 23 de abril, se subió a un avión rumbo a Milán, con 200 euros y la boina que le dio su madre para bailar tangos.
La conquista de Europa
Era tarde. Ya habían pasado los concursos y se dedicó a ensayar con Venus. Primero en la 'Scala' de Milán. Sobrevivía a punta de préstamos del papá de su amiga. Después viajó al Nuevo Teatro de Turín, en donde vivió con Venus dos meses a escondidas en un convento, para ahorrar gastos, hasta que lo pilló la madre superiora. Y a finales del verano viajó a Barcelona a ensayar con un maestro italiano y aprovechó para bailar por las noches en una discoteca y ganarse  unos euros.
Pero llegó el otoño. Carlos Acosta, un negro cubano, considerado el mejor bailarín del mundo a quien conoció en la isla, le ayudó a conseguir una audición en el Royal Ballet. 
El 23 de septiembre, Fernando estaba en Londres con Venus sin hablar inglés y con sus zapatillas viejas. Fueron nueve minutos, frente a tres jurados, en los que se jugó su destino. "Bailamos Paquita, pero el CD que llevamos no sirvió y bailamos con la música en la mente". En la noche, Acosta les dio la noticia de que habían sido aceptados entre los 98 bailarines de la compañía, para hacer parte del cuerpo de baile. 
Fernando, el niño criado con agua de coco, el hijo de Juan el bracero, se convirtió entonces en un bailarín de la compañía de ballet de la Reina de Inglaterra. Ese diciembre, comenzó a ensayar en el teatro, ubicado en Covent Garden, donde les dan dieta especial y hasta, si quisiera, zapatillas nuevas a diario. "Solo uso unas dos al mes. En Cuba mucha gente baila un año con las zapatillas remendadas".
Tras decenas de ensayos, se estrenó el 23 febrero en el 'Pájaro de Fuego'. Pero al terminar la función lo llamaron a la dirección. "Pensé que me iban a dar un papel principal". Iba feliz, pero le dijeron que llamara a Colombia que su mamá había muerto.  Gloria Yenny, de 46 años, había estado una semana antes en Bogotá, con Juan, haciendo unas vueltas para ver si por fin le daban la pensión, cuando un carro pasó sobre un charco, le salpicó los ojos y le comenzó una infección que se la llevó en una semana. 
Viajó dos días, pero cuando llegó a Cali encontró cubierta la tumba de su madre, la que a veces se dormía con la música del piano en sus ensayos en Incolballet y la que le remendaba las zapatillas.  
Bailando por su mamá
Volvió a Londres y se cambió los apellidos. Ahora es Fernando Montaño, como homenaje a su madre. Continuó sus ensayos y empezó a bailar no sólo en Londres, sino en giras por Turquía, Estados Unidos y España.
En julio, en unos días de descanso, se presentó, por una invitación del Ballet Ciudad de Bogotá, con otros bailarines que triunfan en el exterior en la capital y Cali, donde su familia lo vio bailar el tango que tanto le gustaba a su mamá. Con miles de aplausos en su corazón, volvió a Europa. Pero antes, en el aeropuerto Eldorado, la Policía lo detuvo. Le tomaron una radiografía en el estómago para saber si llevaba droga. Y como no le encontraran nada, le pidieron que bailara reguetón para ver si realmente era bailarín. "Me vieron cara de sospechoso. Es el trabajo de ellos y acepté. Al final, les dije que cuando volviera los iba a invitar a una presentación".
Fernando, que ya cumplió 21 años, vive en la zona 2 de Londres, en un cuarto arrendado en el apartamento de una polaca, donde tiene una cama sencilla, un televisor y una ventanita que apunta al cielo. Sale a las 8 de la mañana, toma el metro y llega al teatro, donde a veces tiene función cinco veces a la semana, y regresa en el mismo tren por la noche, oyendo música colombiana en un iPod. 
"Sueño con ser el príncipe de Giselle. Quiero bailar en todo el mundo". Aunque ya bailó para la Reina, estuvo en la casa de campo del príncipe Carlos, ensaya papeles principales y el próximo año será solista del ballet Napoli, prefiere más hablar y rumbear con los cocineros del Royal, que con sus compañeros bailarines. Lo que gana le alcanza para vivir, abonarle a la deuda que tiene con el papá de Venus y mandarle unos pesos a su familia. "Ojalá algún día le den la pensión a mi papá". 
Pese a que ya lleva un año, no se acostumbra a la vida de Europa. "Aquí solo soy feliz cuando bailo". Pero no está solo. Antes de presentarse en el Royal Ballet, siempre mira la foto de su madre, que tiene en el celular, y le pide la bendición, como lo hacía antes de bailar cumbia en el patio de la escuela de su barrio pobre.
Por Luis Alberto Miño Rueda
Subeditor de Reportajes
Redacción El Tiempo
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