300 mil jóvenes entre 15 y 24 años viven en las zonas rurales de los 160 municipios más afectados por el conflicto armado. De esos chicos y chicas campesinos, indígenas y afrodescendientes que están lejos de todo, más de la mitad abandonaron la escuela siendo niños y no llegaron a completar su educación básica; solo uno de cada cinco terminó el bachillerato y apenas uno de cada veinte ingresó a alguna forma de educación más allá del colegio, en el Sena, en algún instituto técnico o en una universidad. ¿Qué se pone a hacer la gran mayoría? Informalidad, rebusque y, como no, a alimentar la guerra. En castellano: si las oportunidades para concebir una buena vida gracias a una buena formación son casi nulas en las zonas del conflicto, las economías ilegales y la cultura violenta seguirán perviviendo, pues las nuevas generaciones las seguirán alimentando.
El Ministerio de Educación, para cumplir con los acuerdos de paz, propone crear en los próximos 15 años 75.000 nuevos cupos y ofrecer 30.000 becas, y así reducir la brecha de acceso a la educación superior entre el mundo rural y el urbano. Ahora vienen tres preguntas. Primera: ¿cómo se financia esa meta? Segunda: ¿qué instituciones pueden generar esa oferta con calidad? Y tercera: ¿cómo evitar, para no caer en otra forma de inequidad, que los beneficiarios sean solamente los chicos de los cascos urbanos más grandes?
De entrada, plata no hay. Solo se cumplirá la meta si la economía y las prioridades fiscales cambian. La promesa vale al menos un billón de pesos adicionales al año que no están previstos en ningún presupuesto. La paz llegó en un momento difícil y no se puede financiar lo pactado en La Habana (aunque el martes pasado el Vicepresidente se haya despedido contándonos que las autopistas 4G nos van a costar 50 billones de pesos y aunque todos nos preguntemos por qué no se ha considerado una reorientación del gasto militar).
En cuanto a la capacidad de ampliar la oferta y la certeza de que se prioriza a quienes más lo necesitan, la cosa es desafiante, pero no imposible. Ya lo explicábamos en una columna anterior. Para el caso de los territorios del conflicto armado, a donde no llega nadie, deberíamos ser creativos. Habría que fortalecer la educación media, articulándola con buenas universidades y con el Sena, de modo que el 60 por ciento de los chicos que en el campo desertan antes de llegar al grado décimo tengan una razón para mantenerse en el colegio y soñar en serio con una carrera técnica o universitaria.
En cualquier colegio rural, mientras terminan su bachillerato, los chicos pueden ver materias de los dos primeros años de carrera, con el apoyo de instituciones buenas de educación superior que validan entre sí créditos académicos y cualificaciones técnicas con metodologías que combinan lo presencial y lo virtual. Esos procesos pueden continuar en colegios grandes de la cabecera de provincia. Se cubriría la mayor parte de la demanda insatisfecha pagando nuevos maestros de excelencia, optimizando la infraestructura y la dotación e invirtiendo mucho menos en sostenimiento de los estudiantes.
Hasta allí, se hace la mitad de la carrera a bajo costo y sin atajos que deterioren la calidad, y entonces se llega a los científicos, laboratorios, prácticas y facilidades de los campus principales y los centros de formación técnica de excelencia, y se puede recibir allí al doble de los chicos en ciclos avanzados. Las prácticas profesionales terminales se hacen regresando a los territorios donde se hizo el ciclo inicial. Esas alternativas probadas de buena calidad existen. Pero se quedan en la marginalidad porque la sociedad, el Gobierno y las instituciones educativas no se ponen de acuerdo en generalizarlas. ¿Cómo? Varias instituciones ya lo están haciendo.
Siguiendo el ejemplo de los mejores Ceres (Centros Regionales de Educación Superior), de algunas regionales del Sena y de universidades públicas y privadas innovadoras, en cada una de las 16 zonas en las que se adelantarán PDET (Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial) es posible poner juntos a un centro de formación del Sena, a una universidad pública y a una privada de la región, al Ministerio de Educación, a las secretarías y colegios, a los gobiernos locales y al sector productivo para organizar una oferta buena, diversa y eficiente.
Y no es que terminar el bachillerato e ingresar a una institución de educación superior signifique superar las desigualdades (los estudios del Ministerio de Educación que miden la diferencia entre el nivel de los chicos cuando entran y cuando salen de sus carreras lo demuestran). Pero en el mundo rural el contacto con la educación superior significa un cambio profundo en las expectativas y en el proyecto de vida de los chicos. Y si bien llegar a zonas más apartadas con calidad es muy difícil, lo institucional debería ser menos difícil que lo financiero.
Me consta el compromiso con la paz de la ministra de Educación y su viceministra de Educación Superior, del director del Sena y de los rectores de las mejores universidades públicas y privadas. Pero esa voluntad está lejos de aterrizar en cambios claros, inmediatos y coordinados. Hay mucha dispersión entre quienes tienen la voluntad de cerrar la “fábrica de los guerreros”, y entretanto el país parece más interesado en peleas sectarias e inauguraciones de edificios y carreteras.
ÓSCAR SÁNCHEZ
*Coordinador Nacional Educapaz
@OscarG_Sanchez