Si nos atenemos a las encuestas o a los comentarios callejeros o a los debates familiares o a los diálogos desprevenidos en TransMilenio, habría que concluir que la corrupción es el tema que más preocupa a los ciudadanos. O al menos el que más indignación despierta. Los escandalosos hallazgos del fiscal Néstor Humberto Martínez en La Guajira, las puntadas que da en el caso de Odebrecht, la sanción a exfuncionarios de la Alcaldía de Ibagué no dan margen a reflexiones distintas a que el país sigue siendo saqueado. Bogotá vivió esa triste experiencia.
Durante el gobierno del Polo Democrático, en cabeza del exalcalde Samuel Moreno, hoy preso y condenado por el llamado ‘carrusel’ de contratos, el robo se dio por medio de peajes que se pagaban en el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) para obras públicas, en el manejo siniestro de los hospitales, en la contratación del servicio de ambulancias y en proyectos de mantenimiento vial de las alcaldías locales.
Mal contados, se estima que el ‘carrusel’ nos costó a los ciudadanos cerca de dos billones de pesos, lo que alcanzaría para construir más de 100 colegios o para darles refrigerios a 1,5 millones de niños. La justicia ha sido lenta, pero mal que bien los responsables han ido cayendo y están tras las rejas. No todos, aún hay algunos encartados judicialmente cuyos procesos, por alguna razón, no prosperan. Lo triste de esta historia es que no se ha recuperado un solo peso y que los dineros gozan de buena salud en paraísos fiscales.
Traigo el tema a colación porque la actual administración ha basado su plan de gobierno en la ejecución de obras. Pero no cualquier obra, sino megaproyectos cuyas cifras no caben en la cabeza. Solo en diseños se espera invertir este año 380.000 millones de pesos. El metro se ha estimado en 14 billones. En infraestructura podríamos estar hablando de 30 billones de pesos en los próximos años. Y claro, cualquier hampón de cuello blanco se frota las manos.
Por eso resulta esencial que el alcalde Peñalosa y su equipo blinden a cual más la Administración. Nadie duda de la idoneidad de los funcionarios, pero por lo mismo se requiere que en cada obra se garantice el apoyo de los entes de control local y nacional, que las secretarías creen protocolos para el manejo transparente de los recursos, filtros, auditorías, todo lo necesario con tal de alejar la tentación de una coima.
No es fácil. La burocracia es tan engorrosa que termina contaminándolo todo. “La corrupción está en las esquinas”, solía decir el exalcalde Petro. Por eso, nada mejor que los ejemplos que se vienen denunciando para advertir sobre las consecuencias que ello acarrearía. Cualquier escándalo en este sentido será munición para los opositores que andan poniéndole zancadillas a la Administración. Y en tiempos de campaña, cualquier resbalón lo convierten en votos.
Con lupa hay que vigilar a las alcaldías locales. Esos pequeños poderes también han contribuido a esquilmar las arcas municipales. Cuando en el gobierno del Polo se cambiaron las reglas y se les dejó sin control el manejo de recursos por cerca de 500.000 millones de pesos, se feriaron contratos mediante fundaciones y corporaciones que dejaron a la ciudad con obras a medias. Todo a pesar de las advertencias de los entonces concejales Carlos Vicente de Roux y Carlos Fernando Galán.
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Ejemplo de que una buena estrategia para blindar los procesos contractuales funciona es lo que acaba de hacer el mismo IDU. Luego de que la entidad fuera considerada un nido de ratas –discúlpenme la expresión, pero allí era donde el subdirector jurídico de entonces cuadraba sus negocios y porcentajes–, ahora diseñó un modelo de contratación más transparente, que incluso fue reconocido por la Cámara de Infraestructura recientemente. La Secretaría de Educación, a su turno, acaba de entregar una megalicitación en la que ya no mandan los intermediarios, con pluralidad de oferentes, ahorros e interventorías. Y así tienen que hacer las demás entidades que manejan miles de millones de pesos de los bogotanos.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
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