Cuando más acosado estaba por los contactos que altos miembros de su gobierno y asesores que le hablan al oído establecieron con Rusia, en particular con el embajador en Washington Sergei Kislyak –en plena campaña o en el periodo de transición–, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no encontró mejor manera de desviar la atención que lanzar una temeraria acusación contra el expresidente Barack Obama.
Por Twitter, y sin presentar pruebas, denunció que Obama ordenó interceptar su teléfono en la carrera por la Casa Blanca. Un señalamiento cuya gravedad compite con el escándalo desatado por las investigaciones sobre la presunta interferencia de Moscú a favor de Trump en la campaña en la que derrotó a Hillary Clinton.
El Presidente estadounidense lo hizo a pesar de que el director del FBI solicitó que el Departamento de Justicia desmintiera las acusaciones por considerarlas incorrectas. Curiosamente, es el mismo departamento cuyo titular, Jeff Sessions, sostuvo conversaciones con Kislyak durante la campaña, contactos que él negó en las sesiones de confirmación ante el Senado, por lo que la oposición demócrata ha exigido su renuncia y una investigación por perjurio.
Para muchos observadores fue evidente la molestia del mandatario luego de que el affaire Sessions le quitó el mayor momento de gloria –quizás el único– que ha tenido en sus más de 40 días en la Oficina Oval, al pronunciar el martes un discurso sensato, centrado y ‘presidencial’, en el que Trump dejó de ser Trump. Dicho esto, no se recuerdan antecedentes en la historia reciente de EE. UU. de tan encarnizado propósito de un presidente por destruir el legado de su antecesor.
Y para completar la distracción, este lunes reeditó su polémica orden ejecutiva antiinmigrante, que veta la entrada de nacionales de países musulmanes, solo que ya no son siete, sino seis, al sacar a los de Irak, y le limó algunos de los detalles que hicieron que fuera bloqueada por la justicia. Pero, en esencia, tiene el mismo tono xenófobo y discriminatorio de la primera versión, un rasgo que ya parece tendencia en este gobierno, en el que, está visto, se intentarán tapar con un escándalo sacado de la manga las brumas de sus propios errores.
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