Y entonces, una de estas mañanas, mientras el estilista de la Casa Blanca intenta que el copete del Presidente no se parezca al de Alf sino al de los afiches de campaña, uno de sus asesores tentará al más poderoso entre los poderosos, y le contará que los museos se están burlando de su majestad. Que el Moma descolgó a Picasso y a Matisse y puso, en su lugar, obras de artistas nacidos en los países con mayoría musulmana que “en buena hora” decidió vetar. Que un museo de Massachusetts reemplazó los cuadros de los inmigrantes por anuncios en los que se indicaba eso precisamente: que habían sido retirados por causa de la nacionalidad de sus autores.
Indignado, el Presidente decidirá recortar los aportes oficiales a la cultura –a la larga, un adorno inútil, dirá– y prometerá castigar con nuevos y exagerados impuestos a las empresas privadas que donen dinero a museos y a instituciones que utilicen y promuevan lenguajes que no ayudan a devolverle a Estados Unidos la grandeza perdida.
Provocados –que significa casi tanto como decir estimulados–, los museos convocarán a los artistas, a los maestros y a los pensadores del mundo entero, y responderán con una bofetada. ¡Qué digo!, con una bofetada tras otra, la primera de las cuales puede ser, sencillamente, la aparición de un lenguaje que los mandatarios se demorarán en entender: que no sabrán si los apoya, si los ensalza, si los aplaude, si se ríe de ellos, si los critica.
¡Que cierren los museos! Nada estimula más el arte que las prohibiciones, que los vendajes, que los ataques.
Que cierren los museos para que podamos asistir al nacimiento de una nueva era del arte: y tal vez la belleza, el color y la luz dejen de ser protagonistas –incluso la forma– para darles paso a dimensiones hasta ahora desconocidas: o por lo menos inhabitadas.
Si no hay museos, quizás haya que buscar la manera de llevar el arte a las casas, escondido entre las latas de las sopas Campbell’s o las barras de jabón Brillo.
Si no hay museos, quizás el arte empiece a ventilarse en los patios de atrás de ferreterías y locales de comida, camuflados por cocinas humeantes y oscuras bodegas, al estilo de los célebres speakeasy de los tiempos de la prohibición.
Pago por ver: que prohíban los museos para ver cómo se las arregla el arte para seguir teniendo la palabra.
FERNANDO QUIROZ
@quirozfquiroz