Como las matrioskas, esas muñequitas rusas que en su interior esconden otras muñequitas, de uno por uno, y poco a poco, importantes miembros del equipo de Donald Trump han tenido que confesar, bajo interrogatorio, que ocultaron haberse reunido con el embajador ruso en Estados Unidos, Sergei Kislyak, antes de la elección de noviembre.
Primero fue el consejero de Seguridad Nacional, el general Michael Flynn, quien se entrevistó con el embajador ruso en diciembre, justo cuando el presidente Barack Obama estaba preparando las sanciones contra Rusia por su intromisión en la campaña electoral estadounidense.
Los servicios de inteligencia norteamericanos habían concluido que el Kremlin había puesto en marcha una gran operación para “ayudar a Trump desacreditando a la demócrata Hillary Clinton” filtrando el material al mercenario Julian Assange para su difusión.
En la conversación grabada por los servicios de inteligencia estadounidenses se oye a Flynn sugiriéndole a Kislyak que su país moderará su respuesta a Obama, y dándole a entender que una vez que Trump asumiera la presidencia se arreglaría el asunto. Putin entendió el mensaje y anunció que no tomaría represalias contra EE. UU.
Flynn fue despedido de su puesto, pero no por su indebida conducta, sino por haber engañado al vicepresidente, Mike Pence, diciéndole que no había hablado con Kislyak.
Luego fue Jeff Sessions quien, durante las audiencias de confirmación de su puesto de procurador de Justicia, mintió bajo juramento cuando dijo que él nunca había tenido comunicación con los rusos. Y luego se supo que se había reunido con Kislyak.
Ahora se sabe que Jared Kushner el yerno de Trump, quien se desempeña como consejero de su suegro, el Presidente, también estuvo en una de las sesiones de Flynn con el embajador ruso. Sessions ya se recusó de la investigación sobre la intervención rusa, pero la batalla para removerlo del puesto apenas comienza. De la presencia del yerno en la reunión, lo más probable es que no tenga consecuencias.
Lo evidente es que desde las más altas esferas de la Casa Blanca hay una relación fuerte con Rusia. Es probable que las reuniones hayan sido protocolarias, lo que no se justifica es: ¿por qué mentir sobre algo rutinario e inocente?
Puede ser también que la enconada defensa que Trump ha hecho de Putin se deba a que el macho de Nueva York siente verdadera admiración por el macho ruso. O que, en efecto, los rusos tengan materiales comprometedores sobre la conducta de Trump durante sus visitas a Rusia cuando era solamente un hombre de negocios, como sugiere el informe de Christopher Steele, el exmiembro del Servicio de Inteligencia Secreto británico MI6. The Independent, de Londres, ha informado que congresistas republicanos y demócratas quieren reunirse con Steele para averiguar más sobre el informe.
Lo que es un hecho es que, tal y como lo han manifestado las agencias de inteligencia estadounidense, el Gobierno ruso sí intervino en la elección presidencial norteamericana para desprestigiar la candidatura de Hillary Clinton. Lo que todavía no sabemos es si los operadores de Trump cooperaron con los rusos en la campaña de difamación.
Otro hecho irrefutable es que Putin quiere desestabilizar las democracias de Occidente, de ahí su apoyo inicial a Trump y su campaña contra Hillary; su simpatía por Marine Le Pen, en Francia, y sus intentos desestabilizadores en Alemania contra la canciller Ángela Merkel.
En EE. UU., el debate actual se centra en la mentira. El problema actual es qué hacer con Sessions, pues el crimen que se le imputa es haber mentido bajo juramento. Curiosa distinción, dado que Trump miente por sistema, aunque debo reconocer que, en su caso, antes de mentir nunca jura decir la verdad.
SERGIO MUÑOZ BATA