Hace una década, uno de los mayores lastres del proceso de paz del gobierno del presidente Álvaro Uribe con los grupos paramilitares fue la presencia de grandes capos del narcotráfico que, buscando los beneficios legales de esa negociación, terminaron graduados, de la noche a la mañana, como jefes de las autodefensas ilegales.
‘Narcos purasangre’, los llamó en su momento el general Óscar Naranjo, al develar cómo en varias zonas del país esos delincuentes comunes pagaron millonarias sumas para colarse en aquel proceso de paz.
Algunos lo lograron, si bien el azaroso devenir de esa negociación terminó en que varios de ellos –no todos– fueron extraditados a Estados Unidos y expulsados después de la Jurisdicción Especial de Justicia y Paz.
Ahora, en el proceso con las Farc –como lo ha venido informando este diario– se está dando una situación similar, con el viejo truco. En todo el país empiezan a levantar la mano narcos que pretenden evitar la extradición a los Estados Unidos alegando una supuesta pertenencia a esa guerrilla y, por consiguiente, en busca de la consecuente aplicación de los beneficios de la negociación de paz, empezando por la suspensión de su entrega a la justicia de terceros países.
Haciendo uso de su facultad para congelar extradiciones, el Ejecutivo suspendió ya dos que habían sido autorizadas por la Corte Suprema de Justicia. En ambos casos, los favorecidos alegan que son guerrilleros que acabaron en el narcotráfico para financiar acciones del grupo armado, si bien todas las evidencias en manos de las autoridades señalan que se trata de capos que, ocasionalmente, hicieron negocios con las guerrillas. Caso en el cual, evidentemente, lo que procede es la plena aplicación de la justicia ordinaria y de los mecanismos de cooperación internacional.
La ventana de oportunidad que están viendo los delincuentes avivatos es de tal magnitud que ya hubo un narco, Segundo Villota, que logró, vía tutela y con expedientes de inteligencia falsos, que un juez frenara su entrega a autoridades federales. Y un temido jefe paramilitar, alias Caracho, quien además volvió a delinquir después de la desmovilización y era cabeza de una ‘bacrim’ en los Llanos, incluso pide beneficios de indulto y amnistía, haciendo una torcida interpretación de las nuevas normas de paz.
Aquí no hay lugar a tintas medias. Uno de los grandes sapos que en aras de la anhelada paz han tenido que tragarse los colombianos es aceptar que graves delitos, incluido el narcotráfico, serán considerados conexos a la rebelión y, por lo tanto, susceptibles de beneficios reservados al delito político.
Así las cosas, lo que procede es que el Gobierno –que expresamente se reservó el derecho a verificar plenamente la pertenencia al grupo ilegal y a vetar los nombres sobre los que tenga dudas– y las Farc redoblen la vigilancia para evitar que los ‘narcos purasangre’ terminen, como sucedió en el proceso con los ‘paras’, lavando su prontuario y sus fortunas aprovechando la excusa de la paz para sacarle el cuerpo a la justicia.
Una cosa es un proceso de paz con la guerrilla a cambio de su desmovilización y otra, que los narcos quieran evadir la justicia.
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