“Es algo vergonzoso que el Estado sea el mayor patrocinador de todos los medios de comunicación en Colombia... Hoy, el monto del gasto estatal en publicidad, a través de todos sus entes centralizados o descentralizados, es desconocido, pero es obvio que es descomunal”, le dijo Mauricio Gómez, ganador del Premio al Mérito Periodístico Guillermo Cano del CBP, a María Isabel Rueda, en una entrevista publicada en este diario. Me acordé de sus palabras a propósito del veto del gobierno de Trump a periodistas de medios como ‘The New York Times’, CNN o ‘The Guardian’, entre otros, a quienes les negaron el ingreso a una rueda de prensa informal en la Casa Blanca.
Aunque los dos hechos están en las antípodas de la relación entre gobiernos y medios, y ninguna de los dos es deseable, puestos a escoger les auguro mejor periodismo a las víctimas de la hostilidad que a los beneficiarios de la obsequiosidad gubernamental. No estoy diciendo, ni más faltaba, que la clave del buen periodismo sea el veto de un gobierno, pues hacen falta otros factores ligados a la calidad, pero confieso que se me encienden las alarmas cuando veo una noticia relacionada con el alcalde o el gobernador de equis lugar y luego, en los comerciales, me sale la publicidad de ese lugar, con un ‘jingle’ que anuncia sus obras recientes y todas sus maravillas. Y esto por no mencionar el comercial de un ministerio o de un organismo de control, cuyo trabajo no se debería vender como si fuera un champú.
Dice Mauricio Gómez, con muy buen humor, que antes de que cobre un córner en un partido de la Selección Colombia se vienen con “¡Todos por un nuevo país!” y, en estos tiempos de recesión –sí, llamémosla por su nombre– y de aumento de impuestos, resulta terrible pensar que nuestros disminuidos ingresos se invierten en publicidad oficial.
¿Cuál es el sentido de ‘promocionar’, como dicen ahora, a la Autoridad Nacional de Televisión o al Ministerio de Vivienda? ¿Qué reacción se espera de nosotros, no digamos como ciudadanos, sino como consumidores? ¿Cuántas necesidades insatisfechas se podrían suplir con esa cuantiosa y desconocida inversión publicitaria?
Además del costo de los comerciales, lo más preocupante es ese otro costo intangible para la credibilidad de los medios que podría sintetizarse en aquella sospecha de la sabiduría popular, según la cual nunca se da algo a cambio de nada. No quiero decir que siempre se pida (explícitamente) adhesión al Gobierno a cambio de una pauta publicitaria oficial o de una invitación palaciega, pero, en el caso del periodismo, es mejor librarse lo más que se pueda –y todo lo que se pueda es poco– de la presión que crean las dádivas, en dinero, en viajes o en especie.
Esa reverencia frente al poder a la que los seres humanos somos proclives, sobre todo en estas latitudes, conspira contra el oficio del periodismo y conspira también –lo cual es mucho más peligroso– contra los mismos gobiernos, que necesitan mantenerse a salvo, especialmente de sí mismos. A pesar de ser una falta de respeto al oficio y un atropello a la democracia y al derecho ciudadano a la información, los medios vetados por el gobierno Trump, paradójicamente, corren menos riesgos que aquellos financiados, deseados y seducidos de tantas maneras por los gobernantes.
Las relaciones entre gobiernos, medios y ciudadanía son conflictivas y cambiantes por naturaleza, como lo hemos corroborado en los últimos tiempos, y es importante tramitar esa conflictividad como algo inherente al oficio de informar. Hoy, cuando el mundo parece estar al revés y se destapan escándalos de corrupción, de los que la investigación periodística no se ocupó ni alertó, preservar la autonomía de los medios es más necesario que nunca.
YOLANDA REYES