Viejo Mediterráneo, alma robada. La muerte de nuevo golpea insistente, anónima. Siempre en los más débiles, los desheredados. Europa y Occidente siguen naufragando en su crisis, de identidad, de valores, económica. No nos importa nada ni nadie, salvo el yo, prisioneros de una oquedad inhumana y que nos asfixia como personas.
La tragedia, el desgarro de cientos de personas que mueren en las costas de la Europa del sur, pero Europa rica, no nos quiebran ni rasgan el alma, ni siquiera la conciencia. Es el drama de la pobreza, pero también es el drama de una Europa desoladora. Un mar lleno de cadáveres, un naufragio, vidas y vidas truncadas, rotas, robadas por la bravura de un mar sin piedad. 74 cadáveres alineados en perfecta armonía en las costas de una atribulada Libia. Ya no hacen falta más imágenes. Simplemente no las queremos en nuestra soberbia, vaciedad, egoísmo y maniqueísmo barato. Aquí, nadie regala nada. Paraísos de indiferencia, de vacíos, de hedonismos fútiles.
Aseveraba el alcalde de Lampedusa, meses atrás, después de una de las tragedias más grandes que hemos conocido: “¿Pero qué cosa estamos esperando?”. Y acierta: ¿qué espera Europa, qué más tiene que pasar para que tomemos conciencia de una realidad aciaga, dura, trágica? ¿Qué hacemos por los países pobres de África? ¿Qué estamos haciendo allí, consintiendo, apoyando? No queremos ver, somos ciegos viendo, somos sordos escuchando, somos fantasmas sin voz, ni conciencia, ni alma, ni fuerza ni coraje.
La indiferencia nos ahoga también, nos hace naufragar como sociedad, como pueblo, como padres.
Nos da vergüenza, pero miramos hacia otro lado. Siempre lo hemos hecho y lo seguiremos haciendo. Miles y miles de inmigrantes han muerto ahogados en la noche de las lunas rotas, sin lágrimas, sin sentimientos. Rumbo a la tierra prometida, el rico Occidente, egoísta y meditabundo, ensoberbecido y embriagado de sí mismo. Aguas de Canarias, aguas mauritanas, libias, italianas, aguas del frío y gélido Atlántico, del meditabundo y tranquilo Mediterráneo, zozobra de pateras y ceguera de patrulleras marroquíes que miran a otro lado. Mafias rutilantes y tráfico humano, cadenas de esclavitud y miseria del siglo XXI. Tierras de escarnio, crisol de culturas, ocio y abundancia, de trabajo y vanidad. ¿A quién le importan estas muertes sin rostro y sin gritos que escuchemos? ¿Quién llora?
Sin papeles, a la intemperie de sus derechos y dignidad humana, potenciales explotados por algunos sin escrúpulos. Solo son inmigrantes, sin nombre pero con apellidos, sin rostro pero con caras, sin futuro pero con presente. Solo son y eran eso para algunos miserables. En busca de una oportunidad, pero tras ello se oculta sigilosa y, a la par, acechante la muerte, la pobreza, la insolidaridad, el abandono. La tragedia y la bravura del mar los abrazan impunemente. No los indultan en su oleaje de vida y muerte. Nadie los llorará de este lado, y quizá del otro nunca se sepa que ni siquiera murieron ahogados. Y la mar cruje de saciedad y vomita los cuerpos descarnados. Dolor ajeno, dolor humano, tragedia sin límites. La misma historia, historia que no es apenas noticia. Así es la mar, caprichosa incluso para escoger a sus víctimas. Los hijos de la noche, desnudos como la mar, sin historia, sin presente y ya sin futuro.
Abel Veiga Copo