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Un matrimonio feliz

Una venerable tradición: mientras el marido estaba en lo suyo, su esposa y su chichisbeo también.

El otro día hablábamos con un gran amigo sobre Emma Hamilton y el más que merecido homenaje que le está rindiendo, con una bellísima exposición, el Museo Marítimo de Londres, justo al lado del Observatorio Astronómico de Greenwich, donde el corazón del mundo suele dar la hora con precisión. En este caso se demoró casi dos siglos en hacerlo, pero por fin lo hizo, ya era tiempo.
Eso tienen de bueno –eso y la música, claro– los ingleses: que puede tomarles una eternidad, pero al final nunca le niegan el honor a quien se lo merece, sea un físico, un peluquero, un pirata o un borracho; esto último con mayor razón. Por eso sus pedestales están poblados por la gente más encantadora y dispar, desde William Shakespeare hasta Johnny Rotten, desde Amy Winehouse hasta Winnie Pooh.
Emma Hamilton fue una absoluta precursora que logró imponerse con talento e inteligencia en una época y un mundo del todo masculinos, los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. A tal punto que cuando a Goethe le preguntaron que cuál era el hombre más importante de su tiempo, lo dijo sin la menor vacilación: “Emma Hamilton, quién lo duda”.
Todos hablaban de ella, de su talento para el baile y la conversación, de su olfato certero para manejar los hilos del poder entre Nápoles y Londres. Pero hablaban de ella también porque era la protagonista del que es acaso, aun hoy, el trío amoroso más célebre de la historia, completado por su marido, lord William Hamilton, y por el almirante Horacio Nelson, quien perdió la cabeza por ella.
También es cierto que la cabeza era lo único que le quedaba por perder a Nelson, pues ya antes había dejado en la guerra y en el mar un brazo y un ojo, sobre el que sin embargo se ponía siempre el catalejo para divisar al enemigo, y gritaba en la batalla: “¡No veo nada, no hay barcos en el horizonte!”. A Emma Hamilton la vio por primera vez en 1793 y luego la volvió a ver en 1798; primero con dos ojos, luego solo con uno.
Y se enamoró de ella sin remedio las dos veces y ella también de él. Y el único problema que se interponía entre ambos, el marido, fue más bien una solución, pues él también adoraba a Nelson (de otra manera, sí) y consideraba un honor que semejante héroe de la patria se hubiera fijado con tan buenas intenciones en su esposa. En una carta le dijo una vez: “Querida: el amor de Horacio es un tesoro que no podemos perder”.
Esa forma a la vez tierna y escandalosa que tenía lord Hamilton de incentivar y cultivar el romance entre su esposa y Nelson no es otra cosa, llevada al extremo, claro, que la vieja costumbre italiana del ‘chichisbeo’: la posibilidad para un marido muy ocupado o entrado en años de conseguir un buen hombre, ojalá joven y educado y fino, para que se volviera el confidente de su mujer, su ‘amigo’ para todos los efectos.
El chichisbeo era como un confesor y un apoyo y todo lo demás; de allí su nombre, pues en italiano la palabra quería decir “hablar entre susurros”, y ya sabemos en qué acaba eso casi siempre. Una venerable tradición que en algunos casos –solo algunos, por favor– era la fórmula secreta de un matrimonio feliz, pues mientras el marido estaba en lo suyo, su esposa y su chichisbeo también.
Recuerdo la historia del papá de Alfredo Bryce Echenique, que era banquero y tenía una ‘amiga’. Su esposa lo descubrió y él le dijo que sí, que era terrible, pero que ese era un requisito de su gremio, que había que cumplirlo para no quedar mal. Ella aceptó, cómo no. Al otro día vieron a un co-lega suyo con su amante y le dice la esposa a Bryce: “¿No cierto mi amor que la nuestra es más bonita?”.
Coletilla (como todo columnista): el anterior es apenas un relato que no constituye consejo ni obligación.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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