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Instrucciones para olvidar ancianitos

Ya habré olvidado la soledad y el sufrimiento de mis mamás. Como el Estado lo hace.

Cristian Valencia
Este domingo que pasó, a las 8 de la mañana, encontré a mi mamá contando unas monedas y haciendo cuentas frente a una panadería. Contaba las moneditas y hacía cuentas mentales; luego miraba hacia adentro y volvía a sus cuentas y monedas. La panadería estaba repleta. Casi todas las mesas, ocupadas por grupos de personas que desayunaban a sus anchas, sonrientes frente a mesas de abundancia. Mi mamá tiene 89 años, y todos le decimos 'Agualita'. Y allí estaba ella, sin atreverse a entrar porque sus cuentas no le cuadraban.
“¿Qué le provoca a la Agualita?”, le pregunté.
Me dijo que si le completaba para un caldo. Mi mamá estaba vestida con unos trapos que apenas la protegerían del frío de estas madrugadas bogotanas. Cuando le dije que claro, que se sentara en una mesa y pidiera, trató de entregarme las monedas que traía. Le dije que las guardara. Entonces me sonrió con esa dulzura de las madres, pero no pudo evitar sonrojarse un poco.
Al mediodía la volví a ver, cerca del parque de El Brasil, en el barrio La Soledad. Tenía diez años menos, quizá, y el pelo blanco le caía sobre la espalda, porque a ella le gusta así. Vestía una falda larga de colores y un chal que le colgaba tanto que sus puntas se arrastraban por la calle. La vi de espaldas, pero la reconocí de inmediato. Era mi mamá. Llevaba sus manos atrás, como dando la apariencia de ir meditando, pero la verdad es que las escondía y se las agarraba una con otra, tratando de evitar la tembladera de un mal de Parkinson muy avanzado. Caminaba con tanto esfuerzo que apenas se movía unos centímetros con cada paso. Su rostro estaba pleno de arrugas profundas, de tanto llevar un gesto de mucha desesperanza durante muchos años. Y su mirada reflejaba la más devastadora soledad que alguien pueda padecer. La pobre mamá, que a veces no sabe cómo le cabe tanta tristeza entre los huesos.
No quise preguntarle para dónde iba o si la podía llevar a algún lado porque la habría asustado. Creo que nadie le habla hace muchos años, y lo único que escucha son sus mismos pesares, que van y vienen en su mente de un lado para otro, de tiempo en tiempo.
A las diez de la noche, cuando regresaba de dar un paseo en bicicleta hacia la casa, la volví a ver. Había cambiado un poco, pero era mi mamá. Acostumbra vestirse con vestidos hermosos que ella misma se confecciona con costales sintéticos y polisombras rotas que recoge por ahí. Casi siempre habla sola y casi siempre está por el barrio La Soledad, también. La pude ver cuando metía a un antejardín dos pesados fardos que siempre carga. Luego se metió ella, se acurrucó en un rincón y comenzó a hablar solita. Se contaba cuentos a sí misma de cuando cosía en un pueblo que ignoro. Era la mejor costurera. A punta de remiendos y confecciones, pudo educar a sus hijos. Que cuando salieron adelante se fueron yendo, como despacio, dejaron de visitarla, de contarle sus vidas, de preguntarle cómo estaba. Hasta que se fueron del todo y la pobre viejita, mi mamá, decidió quedarse en un lugar y un tiempo mejores que ese antejardín que ahora le toca en suerte. Y todavía cose. Todo el día remienda costales y sostiene conversaciones con clientes imaginarios.
Con mi mamá durmiendo en un antejardín, caminando sin ayuda, mientras lleva a cuestas un mal de Parkinson avanzado y a las puertas de una cafetería, contando moneditas para un caldo, sé que será duro conciliar el sueño.
Pero dormiré. Mañana, seguro, me levantaré lleno de optimismo. Para entonces ya habré olvidado la soledad y el sufrimiento de mis mamás.
También yo las olvidaré. Como el Estado lo hace.
Cristian Valencia
cristianovalencia@gmail.com
Cristian Valencia
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