Bullero, alegre, colectivo, teatral, descomplicado, en ningún lugar parecería sentirse mejor un caribe que en el carnaval. Escéptico, alérgico a lo solemne y protocolario, estaría comprometido al tuétano con Dionisio, más que con Apolo; con Eros, más que con Tánatos, a quienes invitaría a bailar y gozar, porque sabe que neutraliza sus daños de esa manera. Por eso se celebran festivales en todos los rincones del litoral. En el alma del caribe, la ‘rumba’ está latente, lista a prenderse en cualquier momento.
Como fiesta colectiva, lo que propone el carnaval es una suspensión de la realidad. Que lo que es norma en ella deje, durante las fiestas, de serlo. El nombre ‘realidad’ podría venir, por herencia, del mundo en que nos instalaba a vivir el ‘rey’. Y ficción sería, por contraste, eso que siempre hemos soñado vivir nosotros.
Como una novela, el carnaval sería una historia de ficción, una comedia actuada por una colectividad en el marco de unas reglas, un tiempo y unos espacios establecidos. Claro, así como hay buenas y malas novelas, hay buenos y malos carnavales e, inquietante como las buenas novelas, el buen carnaval es ese que sentimos capaz de voltear la realidad para mostrarnos que esta tiene no otro, sino muchísimos lados.
El origen de nuestro carnaval se encuentra en la trietnia de nuestros antepasados, pero quizás un embrión de su identidad podría venir de ese tantas veces criticado deseo o debilidad nuestra por el goce del ocio, lugar donde suelen reinar la imaginación y, por supuesto, la utopía.
La voluntad hacia el ocio sería, vista desde adentro, no un defecto sino un constitutivo esencial de nuestra alma. Así, mientras el hombre europeo de Schopenhauer se sentía arrastrado por una voluntad de codicia insaciable, el del Caribe parecería haberse instalado por voluntad propia y desde mucho tiempo atrás en el goce.
Frente a la noción de trabajo productivo y de la acumulación de capital y de bienes que con ansiedades manejaba aquel, nosotros podríamos empezar a comprendernos mejor a la luz de otra noción, la del trabajo estético, la del ocio creativo. Esta diferencia esencial explicaría nuestra propensión a la alegría, a la felicidad, al vacilón y al arte.
Al ponerte el disfraz te lo quitas, dijo Séneca. Ha pasado medio siglo y sé que no podré olvidar jamás el ritual de mi primer disfraz de vaquero ni el asombro que de niño me causaron unas multitudes disfrazadas en el paseo de Bolívar y a lo largo de la Batalla de Flores, lugares a los que me llevaron mis padres con otros padres y niños del barrio, para que viviéramos el carnaval mientras teníamos mucho cuidado de que no nos robaran el sombrero o las pistolas.
Recuerdo, entre tantas cosas, que uno de mis ejercicios de observación era señalar a las personas que no lucían un elemento carnestoléndico: un capuchón, una máscara, una capa de trapo o de anilina, un maquillaje grotesco. Había entonces tanta gente disfrazada observando los eventos que hubiera sido posible cambiarla de lugar con la que desfilaba, sin modificar un ápice ni el colorido ni el sentir de aquella fiesta de disfraces.
Más de veinte años después, hoy cuarenta años atrás, filmé mi primer documental, ‘Ay, Carnaval’, movido no por el deseo de convertirme en un director de cine, sino por una angustia insobornable: el temor atávico y repetido no de que me siguieran robando las pistolas, sino de que me quitaran o se me fuera disolviendo, como se sigue disolviendo hoy, aquella colorida, abigarrada, intensa y primitiva noción de carnaval proyectada por la gente, no solo la que caminaba disfrazada los desfiles, sino la que entonces, como yo, también disfrazada, los aplaudía.
HERIBERTO FIORILLO