Toda la vida me la he pasado escribiendo sobre mi primera persona, en pasado, presente y futuro de indicativo, aun en subjuntivo y en radiante pluscuamperfecto, sin pena pero con un atisbo de gloria, pues a juicio de la Universidad de Zacatecas tengo premiada toda mi obra, contando la que perdí en un naufragio cibernético y la que estoy redactando. Son los gajes del ocio. Escribo sobre lo que me pasa pensando que otros como yo –si los hay– van a sentirse retratados en sus clímax y descalabros, en sus golpes de suerte y de desventura, en sus duelos y sus quebrantos. Y me van a agradecer por haberlos tenido en cuenta.
Sin haber movido un dedo por merecerla, mucho menos por evitarla, me ha caído la vejez de improviso, con su secuela. No es que se me acuse arruga alguna en el rostro, las huevas. Y no me olvido de nada. Pero hoy el esqueleto me pasa la factura por mis desmanes. De repente sentí como un mordisco en mitad de la nalga derecha. Seguí caminando como si nada hacia la librería en busca de la biografía de Cioran. Cuando al fin estuve ante los hechos del filósofo rumano anclado en la cima del pesimismo, el dolor me bajó de la nalga al anverso del muslo, y en el momento de salir de la librería hincó sus fauces en mi pantorrilla. Tuve que llamar a Emermédica para que me recogiera en una ambulancia, me trasladara a casa y me aplicara una inyección de Tramadol que me dejó viendo estrellas.
Me dijeron que era la ciática. Y así pasaron 15 días, con la temible inyección alternada con Voltarén, según el criterio del médico de turno en cada visita. Recordé el verso lastimero del poeta chino: “Ya el perro ni ladra cuando llegan los médicos”. Cuando al fin pude acceder a la resonancia electromagnética, resultó que tengo una hernia discal entre las vértebras L4 y L5. Parte del disco de sustancia amortiguadora se había desbordado y había impresionado el haz descendente de nervios, en este caso sensibilizando el ciático, que suele ser el escandaloso. Los dolores me hacían aullar con solo moverme –y hasta llorar por el esfínter virgen de la sensibilidad lacrimógena–, sobre todo a la hora de acostarme a dormir.
El especialista en columnas, doctor Verbeo, le diagnosticó al desvertebrado autor de ‘Contratiempo’ que lo óptimo era someterse a la cuchilla del cirujano. Una pequeña incisión, el tajante recorte de la sustancia, sin el mínimo riesgo de quedar paralítico, en una operación casi ambulatoria, y podría retornar a la juerga con la tecla y con la verba. Que lo demás, terapias, infiltraciones, masajismos, acupunturas, solo serían paliativos. Y el acongojado paciente, en su nueva residencia campestre de Villa de Leyva, adonde llegó de bastón impostando de petimetre, pero en realidad más torcido que Jimi Hendrix, se prepara con su acervo de grajeas sucesivas contra el dolor y la inflamación, no del todo efectivas, vale decir.
Dando una vuelta motorizada por la ciudad de los virreyes, con su esposa y su conductor, el percusionista Andrés, se encuentran con un grupo de familiares que al parecer salen de un seminario. Se detienen y un personaje menudo, ataviado como un estudiante de enfermería shaolín, abre la puerta trasera donde viaja el poeta, le da la mano para ayudarlo a salir, sin saber quién es, y le dice que no se preocupe con esas vértebras L4 y L5, ni por el corazón en cuarto creciente, ni por el hígado graso, ni con la meadera continua, que no responde a problemas de la próstata sino de la vejiga por causa del nervio. Que lo invita mañana al final de su seminario, le obsequia un puñado de hierbas y la manera de prepararlas, que él se encarga de arreglarlo como arreglados salen todos los asistentes que han estado en problemas, y que solo le pague con su gorra griega. Que de inmediato el poeta se quita y se la pone. Es el maestro Sensei...
Jotamario Arbeláez