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Carson McCullers y su corazón solitario

Se cumplen 100 años del nacimiento de esta autora estadounidense. Piedad Bonnett escribe sobre ella.

PIEDAD BONNETT
Para celebrar sus cincuenta años, Carson McCullers viajó al Hotel Plaza de Nueva York unos días antes del 19 de febrero de 1967, fecha de su cumpleaños. En realidad ese viaje fue una prueba que su médico le impuso: si lo soportaba, podría viajar a Irlanda, a donde había sido invitada por su amigo John Huston, el célebre director de cine, que estaba terminando el rodaje de una adaptación de Reflejos en un ojo dorado, uno de los libros más interesantes de McCullers.
La vida de Carson había sido bastante penosa desde el punto de vista de su salud, pues a raíz de una enfermedad mal diagnosticada en su infancia –probablemente un reumatismo articular agudo– desde los 24 años sufrió varios ataques cerebrales, y desde los 35 también de migrañas, dolores atroces y una parálisis que la condenó a la invalidez. Houston la invitó a su casa pensando para sus adentros que sería su último viaje y no se equivocó.
La escritora regresó el 18 de abril y se dedicó a terminar de dictar sus memorias, Iluminación y fulgor nocturno, tarea que había comenzado el año anterior. El 18 de agosto, sin embargo, sufrió una hemorragia masiva y murió el 29 de septiembre, después de 45 días en coma, dejando sus memorias inconclusas.
Dos días antes se había estrenado, en función privada, la película de Houston, protagonizada ni más ni menos que por Marlon Brando y Elizabeth Taylor.
Mucho antes de su muerte, Carson McCullers era ya una de las escritoras más conocidas de los Estados Unidos, con reconocimiento en otras partes del mundo, pues fue una escritora precoz que a los 23 años publicó El corazón es un cazador solitario, alcanzando un éxito y una aceptación de la crítica que jamás se había imaginado. Iluminación y fulgor nocturno, aunque es un libro trunco, desordenado, que silencia algunas cosas y que tiende a exagerar otras, nos permite conocer su versión de sí misma y de hechos fundamentales de su vida, pero sobre todo “oír” su tono, siempre inclinado a la ironía y al humor, a pesar de la tragedia que vivía.
Las distintas biografías que de ella se han hecho, por otra parte, nos dejan reconstruir el proceso vital que la llevó al éxito pero también a sus incertidumbres y crisis emocionales, y entrever su compleja personalidad, que la hizo ser amada por muchos pero también rechazada por otros, como Gore Vidal, que, con su ya conocida maledicencia, afirmó que “estar un minuto con Carson McCullers era como estar en el dentista sin anestesia”.
El destino de Lula Carson Smith, su verdadero nombre, parecía ser el piano, que comenzó a tocar muy pequeña allá en Columbus, un pueblo de Georgia, en el Sur profundo, que sirvió de escenario a algunas de sus novelas y que ella amó a pesar de haber escrito: “Yo anhelaba una sola cosa: irme de Columbus y dejar huella en el mundo”. Todos los que dan testimonio de su faceta de pianista coinciden en que era dueña de un enorme talento musical, pero ella misma escribe que cuando comprendió que su padre no podía enviarla a Juilliard ni a ninguna otra escuela de música que valiera la pena, se decidió a ser escritora.
Las cosas no parecen haber sido tan sencillas como ella las cuenta, pues Carson se había hecho lectora desde muy temprano y su primer libro, A Reed of Pan –que nunca publicó– lo escribió a los 16 años, la misma edad en que un coterráneo suyo, siete años menor que ella, Truman Capote, escribió sus primeros cuentos.
La familia de Carson McCullers pertenecía a la clase media y no tenía muchos recursos, pero le procuró a Carson una buena educación y oportunidades culturales como el teatro, la música y los libros. Su padre, Lamar Smith, era un relojero y joyero que a causa de su trabajo no estaba mucho en casa, y su madre, Marguerite, era una mujer peculiar, como lo fue siempre la misma Carson, con la que ésta tuvo una relación difícil pero entrañable, que ha dado mucho de qué hablar a sus biógrafos. Marguerite tenía una preferencia evidente por Carson –que tenía dos hermanos, hombre y mujer–, quizá porque su primogénita, nacida en 1917, hace 100 años, fue siempre enfermiza, sensible y frágil.
Era una madre laxa y sobreprotectora que dejaba que su hija fuera a la escuela sólo cuando quería. Y sabemos que en sus crisis, físicas o afectivas, Carson corría a refugiarse en casa de su madre, y que ella trataba de incidir en su vida, hasta el punto de que Janeth Flanner, cronista del New Yorker –según cuenta su biógrafa Josyane Savigneau–, la calificó de “abusiva y catastrófica”. Por otra parte, el gran amor de su vida, según la propia Carson, fue su abuela, de la que heredó el nombre Lula y en cuya casa vivió la familia durante su primera infancia.
Muy pronto Carson se reveló como una muchacha de espíritu libre, contestataria y transgresora, a pesar de cierta timidez que tuvo siempre. Muy alta para su edad, y delgaducha, como Mick Kelly, la protagonista adolescente de su primer libro, tenía un aspecto andrógino, muy en consonancia con la bisexualidad que iba a descubrir en ella más tarde y que la llevó a tener “arrebatos sentimentales” por mujeres como Annemarie Clarac- Schwarzenbach o Katherine Anne Porter, que no pasaron de ser fantasías o coqueteos, porque Carson siempre fue rechazada por ellas, a veces con cariño, a veces con brusquedad.
Las fotografías la muestran con fachas excéntricas, totalmente fuera de moda, con tenis sucios o con ropas masculinas que escandalizaban a las pacatas gentes de Columbus. Por sus escritos, y por las amistades entrañables que tuvo, adivinamos que debía ser una conversadora divertida, pero muchos la describen como testaruda, egocéntrica, y peleadora, algo que se acentuó con los años, en parte porque bebía mucho y en parte porque se adivinaba en ella, en su madurez, y según testimonio del que fuera su amigo, Richard Wright, “una creciente inestabilidad psíquica”. Al alcohol se aficionó al lado del que fue su marido, James Reeves McCullers, al que le “robó” el apellido, con el que se casó dos veces, y con el que tuvo siempre una relación de las que hoy llaman tóxica, de dependencia, amor y odio, difícil de desentrañar. Reeves, un aspirante a escritor que debió marcharse a la guerra, donde fue capitán, la amó con locura, como se ve en sus cartas, pero era también frágil, sensible, conflictivo, y terminó suicidándose en noviembre de 1953.
La literatura de Carson McCullers es realmente fascinante y la muestra como una gran conocedora del oficio, dueña de una genialidad que la crítica reconoció de inmediato, y de una mente liberal que levantó ampollas en la gente más reaccionaria del país, y sobre todo del sur racista y ultraconservador de su momento.
En un texto suyo, en el que relaciona la literatura rusa –que amaba y conocía bien– hace una radiografía del Sur de los Estados Unidos que le tocó vivir:“En el sur, como en la antigua Rusia, se advierte a cada instante el escaso valor que se le otorga a la vida humana. Los niños nacen y mueren y si no mueren luchan por sobrevivir. Los límites de un campo estéril de apenas unos cuantos acres, una mula, una bala de algodón pueden suponer toda la existencia y todo el sufrimiento de un ser humano”.
Y en Iluminación y color nocturno, narra cómo presenció la humillación de Lucille, de 14 años, “una de nuestras más jóvenes y amables criadas”, cuando un taxista se negó a llevarla y le gritó: “En mi taxi no montan cochinos negros”.
“Buenas gentes adorables, que nos habían criado con suma ternura, eran humilladas a causa de su color. No me sorprende, como le sorprendió entonces a mi padre, que yo a los diecisiete años simpatizara profundamente con el Partido Comunista, aunque jamás haya militado en él y aunque luego me hayan decepcionado tanto las artimañas comunistas”.
Los seres “distintos” siempre fascinaron a Carson McCullers, y esto se ve ya en su primera novela, El corazón es un cazador solitario, cuyos personajes principales son Singer, un sordomudo en el que los demás ven, según ella misma ha escrito, “cierta superioridad mística, y, en cierto sentido, lo convierten en su ideal”, y el hombre del que está enamorado, Antonapoulos, también sordomudo y, además, según parece, con alguna deficiencia mental. Su segunda novela, Reflejos en un ojo dorado, explora el mundo cerrado de una academia militar donde viven el Capitan Penderton, que descubre, con horror, y negándoselo a sí mismo, que está enamorado del soldado Williams; Leonora, su mujer, frívola y bella, a la que el mismo soldado espía mientras duerme; el mayor Langdon, que parece tener un affaire con Leonora; Alison, su mujer, enfermiza y un tanto histérica, que sueña con huir de esta situación oprimente, y su criado filipino, un homosexual, divertido y cálido, que le ayuda a construir sus fantasías. Y un caballo, que McCullers, con su fino humor, incluye dentro de la lista de los personajes.
También son extraños los personajes de La balada del café triste, una de sus novelas más famosas, adaptada para el teatro y puesta en escena por Edward Albee en 1963. De nuevo los protagonistas son seres “diferentes”: la fortachona señorita Amelia, su exmarido, el hermoso expresidiario Marvin Macy, y el enano y jorobado primo Lymon, de quien la señorita Amelia se enamora perdidamente. Un triángulo grotesco, divertido, dramático. Es en esa novela donde McCullers enuncia su famosa teoría del amor:
“[En toda relación] hay un ser que ama y otro ser que es amado (…) La única función del que es amado suele ser la de despertar la inmensa fuerza amorosa que dormía en el fondo del corazón del que ama. En general, el que ama es consciente de ello. Sabe que su amor será un amor solitario (…) Por eso la mayoría de la gente prefiere ser el que ama. Pues la verdad es que, en lo más profundo de sí, la mayoría de la gente no soporta ser amada”.
Otras dos obras suyas son Reloj sin manecillas –que no fue muy bien aceptada por la crítica– y Frankie y la boda, el relato con el que más la identifican en Estados Unidos.
Carson McCullers es maestra en la nouvelle (su única novela larga es El corazón es un cazador solitario). Su modo de tomar distancia de los hechos narrados, que le evita caer en cualquier sentimentalismo, su percepción de la complejidad de lo humano, de lo ambiguo y misterioso del amor, la precisión de su palabra, rotunda y directa pero no exenta de poesía, y su capacidad de crear atmósferas pero también tramas atrapantes, hacen de ella una escritora fascinante, inolvidable. Tal vez esto se deba a lo que confiesa en sus memorias: “Mi vida seguía la pauta que siempre he seguido: trabajo y amor”.
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