“Hace 15 años, este viaje hubiera sido un verdadero calvario”, dice Leyner Palacios, representante de las víctimas de la masacre de Bojayá, mientras su mirada se pierde entre las aguas profundas del río Atrato. Acelera a fondo a Reina Linda, su lancha, y atrás empieza a quedar el sencillo muelle de Quibdó, donde todos los días desde el amanecer hacen fila largas canoas de madera, que esperan ser cargadas con plátanos, pescado y pangas para el transporte de pasajeros.
Años atrás navegar por el río Atrato era muy distinto. Para llegar hasta Bellavista, la cabecera municipal de Bojayá, se requerían de seis a siete horas. “El doble del tiempo”, dice Leyner, mientras se acerca al puesto de control del Ejército. (Lea también: 'Hay razones para guardar rencor, pero decidimos no hacerlo')
Antes, todos los actores armados hacían presencia en el río, combatían entre ellos por el poder territorial y cada uno controlaba a la población a su manera. Ahora, las paradas son para saludarse y, esta vez, recoger en los caseríos a orillas del Atrato a los líderes comunitarios.
Recuerdan los pobladores que en los primeros años de la década del 2000, la ola de violencia fue tan grande que en los 25 pueblos de la zona del bajo Atrato empezaron a suceder una serie de suicidios. Según los indígenas, era una epidemia de aburrimiento y desesperanza por culpa de la guerra que libraban guerrilleros y paramilitares en su territorio. Decían los jaibanás que ni sus rezos podían devolverles la calma a los 3.800 emberas, wounaanes, katíos, tules y chamíes que vivían allí. Tampoco había sosiego para las comunidades negras, que se vieron obligadas a desplazarse masivamente para salvar la vida.
Las embarcaciones cargadas de mercancías provenientes del puerto de Cartagena dejaron de llegar, y con ellas se alejaban las pocas oportunidades de progreso. Solo los infatigables pescadores, con el miedo a cuestas y armados de valentía, se lanzaban a las aguas del Atrato en busca del sustento diario, labor que era difícil por el conflicto y la desaparición de muchas especies de pescados como resultado de la extracción ilegal de oro y la tala de bosques.
Esa misma valentía fue la que Leyner Palacios tuvo que sacar el 2 de mayo de 2002 para buscar a los sobrevivientes del cilindro bomba lanzado contra la capilla San Pablo Apóstol de Bellavista, donde se refugiaban cerca de 500 personas. Aunque muchas veces había buscado muertos en el río como parte de su trabajo en la diócesis de Quibdó, esta vez era distinto. Él mismo era un sobreviviente. Aquel día murieron al menos 79 personas, 32 de ellos familiares suyos, y un centenar más resultaron heridas.
Perdón de las víctimas
Durante la travesía, Leyner revela que es un hombre de mucha paciencia, fruto de su larga trayectoria involucrado en el trabajo comunitario, en el que se hace necesario escuchar: “Aquí aprendí a escuchar a las víctimas, a la gente que sufre. Soy parte de esos que han sufrido. Soy consciente de la necesidad de cambio de esta historia trágica; soy sobreviviente con ganas de sembrar un nuevo cultivo de paz, amor y reconciliación; quiero que las generaciones vivan y no mueran a temprana edad, quiero ver a los niños crecer”.
Sus relatos dolorosos y los de los líderes de la zona se entremezclan con reflexiones que hoy son posibles gracias a que la paz ha traído de vuelta la esperanza a estos valles selváticos que se extienden desde el borde del agua hasta la serranía del Baudó.
Y es que en los últimos años, mucho ha ocurrido en Bojayá gracias al acuerdo alcanzado entre el Gobierno y las Farc para ponerle fin al conflicto armado: en diciembre de 2015, ‘Pastor Alape’, ‘Benkos Biojó’, ‘Isaías Trujillo’, ‘Pablo Atrato’, ‘Matías Aldecoa’, ‘Érica’ y otros miembros de la guerrilla navegaron el Atrato, esta vez no para mostrar su poderío militar, sino para reconocer su responsabilidad en la masacre y pedir perdón a las víctimas.
Ese día, en una muestra de dignidad y respeto por sus muertos, con un profundo sentido de generosidad y esperanza en el futuro, las víctimas prepararon un acto cargado de símbolos y proclamas para lograr la reconciliación, para comprometer a todos los colombianos en el camino de la paz y que este sea, por fin y para siempre, un sendero sin retorno. (Le puede interesar: Riosucio: entre la guerra, el abandono y la esperanza)
En la simbólica iglesia de Bojayá, donde según Leyner está enterrada la ‘sangre de sus muertos’, hubo un diálogo privado entre las Farc y las víctimas. Allí se reconciliaron para mostrarle al mundo que la guerra no tiene sentido, y para que desde allí se emprendan procesos de formación a los niños y a los jóvenes que permitan construir una nueva cultura de paz.
Y fueron más allá: perdonaron para sembrar la esperanza. Según Leyner, “fue necesario reflexionar si tiene sentido guardar tanto odio, tanta rabia, tanta tristeza; guardarla lleva a que tú no puedas seguir viviendo. Uno debe liberarse de tanto dolor para seguir caminando la vida”.
Un año después, y tras ser designado como nobel de paz, el presidente Juan Manuel Santos se embarcó también en un viaje hasta Bellavista para anunciar que la remuneración económica del premio sería invertida en la reparación de las personas afectadas directamente por el conflicto armado: “Las víctimas me han dado a mí una gran lección de vida. Me han enseñado algo que para mí ha sido muy importante: que la capacidad de perdón y de reconciliación puede vencer la capacidad de odio y de sed de venganza”, dijo el mandatario.
Y quizá por eso Leyner terminó acompañando al presidente Santos a recibir el premio Nobel de Paz en Oslo, y lo hizo llevando puesta una singular camisa que hizo notar en cada foto y con cada persona que conoció en ese viaje. “Esta camisa es muy importante porque las víctimas, sobre todo mujeres del departamento del Chocó que han sufrido la guerra, que han sufrido las tragedias, cuando se enteraron que íbamos a estar en esta ceremonia, quisieron regalármela como una forma también de recordar a todos esos colombianos, a todas esas mujeres que en el campo han sufrido esta tragedia”.
El triunfo de la vida
“Se nos viene un escenario de mucha paz, mucha reconciliación, muchos encuentros con los victimarios, intercambios de convivencia con ellos, procesos de recibimiento en nuestra comunidades. Será un momento duro pero bonito”, dice Leyner.
Por eso, como antesala del nuevo año, los habitantes del Atrato decidieron dar un paso más en el largo camino de la construcción de la paz. En la iglesia donde un Cristo de madera quedó mutilado por una pipeta, líderes afros y autoridades indígenas de todos los pueblos del Atrato y jóvenes de la comunidad se reunieron para buscar entre sus tradiciones, creencias y sentimientos, una acción simbólica para sanar el territorio.
Los líderes y autoridades indígenas tienen puesta la esperanza en los tres procesos de reparación colectiva que adelanta el Gobierno en el territorio. Varias entidades se comprometieron a poner en marcha tres centros de salud en puntos estratégicos y buscar a los desaparecidos.
Ellos, por su parte, le apuestan al biocomercio, que será posible con la implementación de proyectos productivos sostenibles y el regreso de las grandes embarcaciones. Esperan también que la exuberante belleza del territorio, unida a la gran riqueza cultural, permita el nacimiento del turismo ambiental.
Los cantaores y cantaoras de Pogue, un poblado que se levanta a orillas del río Bojayá, buscaron en los tradicionales alabaos que acompañan el velorio, el funeral y el último día de la novena que se realiza al alma del muerto, ese elemento simbólico de sanación. Cuando en 2002 ocurrió la masacre de Bojayá, se rompió la relación de los vivos con los muertos, y como ellos mismos señalan: quedaron sin saber cómo velar y cantar a tanto muerto, qué sentido atribuir a los cuerpos mutilados y dispersos por la iglesia y de qué forma tramitar la deuda adquirida con sus seres queridos al abandonarlos en una fosa sin hacer los rituales que corresponden a cada quien.
Durante el acto de reconocimiento de responsabilidad de la Farc, los jóvenes mostraron por medio de una obra de teatro cómo la masacre transformó su pueblo y lo convirtió en una aldea de dolor, pobreza y desesperanza. Ahora, a través del arte, no solo superan la tragedia, sino que claman por un entorno en donde se respete la vida y la dignidad humana.
Inspirado en la obra, Leyner propone como sanación, recordar a las víctimas del conflicto armado no solamente por una cifra o su nombre.
En la XVI Cumbre de Premios Nobel de Paz realizada en Bogotá durante la primera semana de febrero, en representación de Bojayá, recibió el galardón Impacto en la Comunidad, momento que aprovechó para enviarles un mensaje a todos los colombianos y al mundo:
“Necesitamos seguir conviviendo con los que están vivos, nuestra apuesta es a que nos reconciliemos. Para ello propongo que el 2 de mayo sea declarado el día nacional de la reconciliación”. Así, este pueblo, cada vez menos olvidado, nos ofrece otra gran lección: para construir la paz y alcanzar la reconciliación nacional, necesitamos honrar a nuestros muertos con la vida.
KAREN GONZÁLEZ ABRIL
Para EL TIEMPO