Sin justicia no hay paz y sin un buen sistema carcelario no hay justicia. Silogismo simple: sin un buen sistema carcelario, no hay paz. Y en Colombia, el sistema carcelario ha perdido su vocación y su misión rehabilitadora y, salvo algunas honrosas excepciones, se ha convertido en una monumental máquina de desesperanza y profundización en el mundo criminal.
Muchos jóvenes delincuentes encarcelados por delitos menores suelen salir de su primera reclusión violados, ultrajados y con una especialización en el bajo mundo y en el delito, conectados con mafias y organizaciones criminales. El hacinamiento carcelario además convierte las cárceles en verdaderas sucursales del infierno ante la mirada indolente del Estado, que se pasa por la faja todas las órdenes para garantizar condiciones de dignidad a la población carcelaria.
Poco o nada se hace. En los últimos años, por cada cupo carcelario que se ha creado ingresan 3 nuevos reclusos; y para atender cerca de 135.000 reclusos, los cupos rondan apenas los 80.000. Colombia no puede seguir dilatando la solución estructural a esta bomba de tiempo. Un modelo penitenciario como este destruye la justicia y pone en peligro la sociedad en su conjunto.
Dentro de este marco, y cuando se discute la Jurisdicción Especial para la Paz –donde urge que atiendan las recomendaciones del fiscal Néstor Humberto Martínez–, el modelo penitenciario colombiano vuelve al centro del debate. Para resolver adecuadamente estos desafíos, más allá de teorías jurídicas y retórica política, resulta fundamental revisar experiencias exitosas y derivar lecciones generales de estos casos particulares.
Resalto un ejemplo hermoso y esperanzador: el restaurante Interno, impulsado por la entusiasta y talentosa Johana Bahamón y atendido por las reclusas de la Cárcel de San Diego, en Cartagena, en una de las alas de la penitenciaría, cuidadosamente adaptada con las mesas para recibir a sus clientes.
La primera imagen que veo es emocionante. Ahí están ellas, las reclusas, con ojos que han dejado atrás la tristeza y brillan con ilusión, ataviadas con unos fantásticos turbantes rosa y unos sobrios uniformes negros, producto del aporte de esa diseñadora sobresaliente que es María Luisa Ortiz. La carta es el resultado de una galería de donaciones generosas de sus platos de un grupo de chefs reputadísimos como el gran Harry Sasson, Koldo Miranda, Fernando Bernal, Guillermo Vives, entre otros, que aportaron sus encocados de camarón, postas cartageneras, ceviches frescos, para rematar con la repostería de Mila. Una delicia.
Los comensales son la mejor herramienta publicitaria. Abrieron al final del año pasado, y las reservaciones en la temporada estaban al tope. El proyecto se ha extendido a todas las reclusas y ha transformado la vida de la cárcel.
Johana ya había avanzado en un valiente camino con su fundación, Teatro Interno, recorriendo cárceles con montajes que han ido desde la clásica ‘Casa de Bernarda Alba’ hasta ‘Antígona’, con escala en la comedia. Por su propia cuenta, se fue a Milán a estudiar experiencias parecidas. Ganó la convocatoria del BID, Liberando Ideas, y ha participado en importantes foros internacionales con mujeres que son líderes globales.
Yo me la encontré en el panel que compartimos con Rigoberta Menchú y un grupo destacado de personas en la Cumbre de Premios Nobel de Paz el sábado pasado, en Corferias. La intervención de Johana fue precisa y poderosa. Ella sabe que cuando salgan de la cárcel, las reclusas de San Diego tendrán esperanza y futuro. Podrán ser agentes de convivencia pacífica.
Y ahí entendí en su amplia dimensión el elocuente titular de una oportuna crónica publicada la semana pasada en ‘The Washington Post’ por Alba Tobella sobre el restaurante: ‘En Colombia vale la pena ir a la cárcel por comida ‘gourmet’ ’. Por ahí es la cosa. Mis respetos.
JUAN LOZANO