Aunque mis amables lectores no lo crean, yo fui presidente de la República. Me eligieron en una reñida contienda con Santiago Restrepo en la que hubo de todo, hasta compra de votos. Restrepo casi me derrota a punta de regalar chocorramos, patrocinado por nuestro compañero Germán Molano, a la hora del recreo. Debo decir que esa temprana experiencia de simulación política e institucional en la clase de cívica literalmente marcó mi vida.
Mi pasión e interés por los asuntos públicos nacen de haber contado con la fortuna de tener –en la escuela– clases de historia y de cívica desde temprana edad. Además, coincidieron esos años con que en dicho colegio los profesores de esas materias eran de la mayor calidad pedagógica.
Desgraciadamente, eso ya no es así. Las evaluaciones existentes sobre la pertinencia, intensidad y calidad académica en los temas de las ciencias sociales son deplorables. Estos estudios –más la evidencia cualitativa– nos llevan a la conclusión de que en los últimos treinta años se ha dado una verdadera decadencia de la educación para la democracia. A eso se le suma la debilidad metodológica y pedagógica que ha caracterizado la enseñanza de la historia de Colombia. Eso le ha hecho mucho daño al país.
Por esas deficiencias en la creación de cultura cívica se ha esfumado el concepto de Estado y democracia de la conciencia de las nuevas generaciones. El cinismo y las actitudes peyorativas sobre lo público, sobre los servidores estatales y sobre las instituciones han colonizado la conciencia colectiva de los jóvenes. Es fácil encontrar quién abogue por darle más horas y recursos a la educación básica en ciencias exactas. Como si el desarrollo dependiera exclusivamente de que nadie se equivoque calculando la tercera derivada o resolviendo una ecuación química. Esa es una actitud equivocada.
Con mucha menor frecuencia, y con menos impacto, estamos los que pataleamos para enfrentar el pobrísimo pénsum, la baja intensidad y la poca calidad en la enseñanza de las ciencias sociales en Colombia. Nuestros jóvenes estudiantes no tienen verdadera noción del recorrido político, histórico e institucional en el que se desenvuelven.
La era de la posverdad, como se titulara un panel excepcional sobre el impacto político de los nuevos medios en el reciente Hay Festival en Cartagena, es también la era del egoísmo, el individualismo extremo y el escepticismo. Todas esas actitudes, cada vez más generalizadas, socavan el vigor democrático de una sociedad pluralista. La apatía y la desconfianza son la regla entre los jóvenes, a menos que algo –así sea falso o intrascendental– se vuelva verdad en las redes. Una educación bien organizada, crítica, seria y eficaz en los temas mencionados es un antídoto frente a ese fenómeno.
No se puede desconocer tampoco que la corrupción y el desgobierno municipal y regional actúan como catalizadores del resentimiento hacia las instituciones. Esas realidades están alimentando esa espiral de indiferencia hacia lo público. Con perniciosas y nefastas consecuencias. Recuperar la educación cívica y la historia ayudaría mucho. No se quejen si dejamos a los jóvenes de espaldas a la verdad de cómo se hizo y cómo funciona su nación.
La paz es una oportunidad para crear un nuevo entusiasmo generacional. Vivir sin violencia puede ser lo que estimule a los jóvenes a reencontrarse con la democracia.
Dictum. Hay sueños que, como las mariposas, escasamente sobreviven un día. Hay otros sueños que, como las cigarras, duermen por más de una década y surgen de la tierra para quedarse toda la vida.
GABRIEL SILVA LUJÁN