Si las drogas ilícitas en sí mismas configuran una problemática de grandes dimensiones para este país, no lo son menos todos los elementos que se relacionan, de manera directa o indirecta, con este fenómeno. Para la muestra están tres problemas de marca mayor: el aumento de cultivos prohibidos, especialmente de coca; el microtráfico, que carcome casi todas las ciudades, y el consumo abusivo y la adicción a estas sustancias.
Tres flagelos, valga decir, suficientemente conocidos y documentados por los responsables de analizarlos y enfrentarlos. El fiscal Néstor Humberto Martínez, por ejemplo, tiene la autoridad y las razones de peso para manifestar su preocupación por la disparada de los sembrados de coca, que hoy superan las 100.000 hectáreas, cuando en el 2012 bordeaban las 48.000, además de la mejora en eficiencia productiva de estos cultivos, que hoy rinden 6,7 kilos de cocaína por hectárea, en contraste con los 4,3 kilos de hace 15 años.
Lo mismo ocurre con los alcaldes y la Policía Nacional, que, cotidianamente, se ven en aprietos para controlar la expansión del comercio menudeado de estupefacientes por parte de las bandas.
Las acciones desplegadas en 15 departamentos –que en diciembre dejaron cerca de 300 detenidos, 30 de ellos cabecillas de organizaciones criminales, y el desmantelamiento de 25 bandas– son muestras de estos esfuerzos.
Y frente a consumos y adicciones, nadie tiene el panorama más claro que las autoridades sanitarias, en razón a que estos son problemas de salud pública que se cualifican y cuantifican periódicamente a través de estudios y herramientas, avaladas técnicamente, que permiten planificar y tomar acciones específicas. De hecho, el Ministerio de Salud está lejos de enviar un parte de tranquilidad respecto a este tema, que pone en evidencia una alarmante prevalencia que no parece dar tregua.
Son tres aristas de una misma problemática, que, en realidad, tienen dinámicas diferentes y hasta independientes. En otras palabras, un aumento de los cultivos de coca no necesariamente implica un aumento del microtráfico y la violencia locales o de su consumo a nivel interno, así lo parezca.
Basta mirar las cifras disponibles de consumo de sustancias sicotrópicas en el país, entre ellas las del Centro de Estudios sobre Seguridad y Droga (Cesed), para confirmar que el consumo de cocaína no ha presentado variaciones significativas en la última década, lo que desvirtúa la hipótesis de que el desborde de cultivos favorece su uso en el país. Lo mismo podría decirse al relacionar la elevación de violencia con el nivel de estos sembrados.
No se trata de restarles categoría al grave problema del narcotráfico y las tragedias que desencadena; ni, menos, de cuestionar a quienes luchan en su contra, sino de invocar el rigor que debe cimentar las estrategias para atacarlo en todos sus frentes, y eso compromete a los funcionarios de las entidades responsables de esta tarea, que, ineludiblemente, deben trabajar de manera sinérgica.
Ello exige conocerse mutuamente, respetar sus competencias y evitar controversias y descalificaciones en público, cuando se carezca de la solidez argumental, que lo único que logran es que este monstruo se crezca.
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