Bogotá inspiró en el país las jornadas sin carro particular. Ocurrió hace ya más de tres lustros. Desde entonces, cada primer jueves del mes de febrero quedó instituido como el día en que se viviría una jornada lúdica, de aprecio por el medioambiente y de reflexión hacia otras alternativas de movilidad en la capital.
Lo más destacado de esta iniciativa es que surgió de una consulta popular. Por eso han sido en vano los esfuerzos de quienes se han opuesto a ella: porque lleva la rúbrica de la gente que pide, incluso, más días sin carro a lo largo del año.
Pronto, el tema contagió a otras capitales y entonces los jóvenes y los combos de las bicicletas se convirtieron en sus principales defensores y promotores. Es más, en Bogotá, en la pasada administración, la misma experiencia se repitió cuatro veces en un año, y el actual alcalde promueve entre los funcionarios de su administración un día sin carro al mes.
Los buenos resultados también se reflejan en la actitud asumida por la empresa privada. Universidades, entidades financieras y otras empresas han impulsado la cultura de la bici entre sus empleados, lo que ha dado pie a la creación de un sello de movilidad para reconocer las mejores iniciativas en este sentido. Hay que ver el esfuerzo de muchas a la hora de concebir cicloparqueaderos seguros, amplios, cómodos para el usuario. Ya hay cien de ellos certificados en la ciudad.
Todos estos proyectos han redundado en un mayor uso de este medio de transporte. Aunque las cifras varían, en Bogotá los viajes diarios en bicicleta pasaron de 285.000 en el 2005 a 600.000 hoy, el segundo registro más alto de América Latina, con una red de ciclorrutas de 400 kilómetros.
Por estas y otras razones, vale la pena seguir apostándoles a días como el de hoy. Porque poco a poco la ciudadanía ha ido asimilando el mensaje de que nuestras ciudades sí están en condiciones de apostarles a medios diferentes al carro, el cual solo debería ser empleado para movilizarse en grupo en la ciudad o para cuando realmente se necesita.
Dicho lo anterior, también hay que advertir que, si bien el día sin carro ha ayudado a fomentar otras opciones para desplazarse, la retribución a ese esfuerzo no se ha dado en la misma dimensión. Males como la contaminación del aire, la prolongación en el tiempo de un parque automotor obsoleto, el excesivo empleo de la moto, la falta de vías y andenes dignos dejan en deuda a las autoridades del ramo.
Uno de los problemas que más resienten las personas es la mala calidad del servicio de transporte público colectivo. En Bogotá, los colados de TransMilenio, la paquidermia con que se abordó la ampliación de su red en el pasado y fenómenos de inseguridad como los registrados en buses del SITP alientan la compra de carros y motos. Hoy ruedan por la ciudad 1,5 millones de los primeros y 460.000 de las segundas.
Quienes defienden el día sin carro por las razones aquí expuestas han cumplido. Ahora falta que lo hagan aquellos que tienen en sus manos garantizar la observancia de las normas, aplicar los correctivos necesarios y desarrollar la infraestructura requerida para seguir soñando con una ciudad ambientalmente posible.
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