No soy defensor de los animales, pero me gusta mucho la naturaleza y admiro el prodigio que hay detrás de cada ser vivo. Me encanta la disposición siempre expansiva de los perros; también, la condición emancipada e importaculista de los gatos; la flema burlona de las loras; la parsimonia taciturna de las tortugas; el histrionismo de los micos; el emprendimiento de los castores; el aire gansteril de los lobos…
Por eso, y aun con su acervo milenario y la estética colorida de su puesta en escena, la fiesta brava me parece bárbara, cruel, sanguinaria. Un atavismo cultural al que ya le pasó su tiempo. Y me lo parece por lado y lado, ya que en el fondo se trata de dos animales combatiendo a muerte, cada quien con sus ventajas constitutivas, con las posibilidades que les da la genética y la evolución. Y aunque la estadística juegue de modo rampante en contra del toro, lo cierto es que la sangre en la arena, al final, también puede ser la del diestro. La gran diferencia es que este llegó allí por su voluntad, mientras que al otro lo llevaron sin consentimiento. Pero de la misma forma llevan sin consentimiento a millones de vacas a los mataderos día por día. Como yo lo veo, la tauromaquia es una actividad brutal y hasta irresponsable hacia los dos seres vivos que se enfrentan en el ruedo, y una sociedad evolucionada debería prohibirla por la sevicia contra el toro pero también por la protección del hombre que está arriesgando su vida, que está jugando de alguna manera al suicidio. Y todo por un espectáculo.
El toreo es, pues, un acto salvaje, pero las protestas el domingo pasado para exigir proscribirlo dejaron la incógnita de si están más locos o pueden ser más salvajes los antitaurinos que los propios taurófilos. Hubo grescas en la zona de la Santamaría, escupitajos, violencia que dejó 34 lesionados, vandalismo, para mostrar el respeto a la vida.
Ese desmadre en las reacciones, además de dejar un saborcillo a aprovechamiento político y revanchismo del alcalde anterior, se encuadra en esa corriente posmoderna de elevar el estatus de los animales hasta niveles de humanidad e incluso de superioridad espiritual. Confieso que me asusta un poco todo eso porque si bien hay un trasfondo de respeto, una convicción sistémica de que todo lo que existe tiene una razón y un lugar, una actitud más comprensiva e incluyente de la vida en toda su excepcionalidad biológica y evolutiva, también esconde un profundo desencanto hacia la gente, una sentencia condenatoria a la especie humana y en muchos casos una real misantropía.
El mundo animal es un conjunto fantástico de peculiaridades, recursos, creatividad, interrelaciones y estrategias. Pero en la medida en que se develan sus misterios, se descubre que está muy lejos de ser ese cuadro apacible de las sabanas y selvas con todo en armonía mientras el sol declina al fondo, y se impone un panorama de extrema violencia, saqueo, oportunismo y dominación.
Hay feroces peleas de poder entre los leones para dirimir quién predomina y se queda con las hembras; y cuando eso se logra, hay que matar a los hijos del rey anterior porque solo así las leonas podrán ser preñadas de nuevo; también hay luchas de jerarquía entre los chimpancés y sometimiento a un macho dominante que debe ser siempre el primero en comer, con represalias terribles a quien ose desafiarlo; las hienas cazan, pero mayoritariamente roban lo que han cazado los demás; lo mismo hacen las gaviotas; en las arañas hay violencia intrafamiliar e incluso uxoricidio cuando la viuda negra devora al macho luego de la cópula. Lo mismo ocurre con las mantis religiosas. Hay una monarquía esclavizante en las hormigas y un poco menos en las abejas.
El mito del progreso y el antropocentrismo de tantos siglos, cuestionado por John Gray en 'Perros de paja, reflexiones sobre los humanos y otros animales', nos han hecho creer que somos mejores que los animales, cuando en esencia somos muy parecidos; trágicamente parecidos. El 'homo sapiens' es en esencia un animal, y lo sigue siendo, aunque la cultura logró constreñirlo, amansarlo, moderar su química, encauzar sus mandatos celulares, posponer o regular los instintos, mitigar sus violencias. Y no lo logró del todo. El antropocentrismo es un error, pero el animalcentrismo de estos tiempos también lo es.
Aquella frase atribuida a Byron de que “cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”, me parece francamente claudicante y derrotista. Aunque creo que la fiesta brava debe desaparecer del todo, entre el toro y el torero me quedo con el torero. Es mi igual, es mi congénere y puedo discutirle sobre por qué me parece tan bárbaro e inútil lo que hace; puedo salir a marchar con él, a protestar con vehemencia contra la corrupción, los niños que mueren de hambre en La Guajira, el racismo de Trump. Entre tener un perro como compañía y una pareja, prefiero la pareja, así deba negociar con sus neurosis, sus improntas del pasado, ilusiones, sueños inconclusos, pequeñeces... Ya sabrá ella cómo lidiar con las mías.
SERGIO OCAMPO MADRID