No hay nada espontáneo en los cuentos de Paulina Flores. Y esto es un cumplido. Los nueve cuentos que componen su debut literario, Qué vergüenza, dan cuenta de un trabajo de escritura que refleja lo que les ocurre a los personajes que los protagonizan: cada frase es un punto de quiebre, el momento crucial, la decisión determinante.
Son cuentos que varían en voces, que van y vienen entre una Chile de los noventa y una mucho más contemporánea, y que experimentan con la estructura y las expectativas del lector. Como los cuentos de Salinger, los de Flores están llenos de múltiples colillas de cigarrillos y de niños que parecen saber más del mundo que los adultos. Como los de McCullers, están llenos de voces extrañas, ajenas a la misma autora, y que se sienten naturales. Como los de Amy Hempel, están llenos de frases que deben leerse varias veces, algunas aguantando la respiración.
Flores dice que no pensaba ser escritora, que viene de una familia poco culta y que la literatura casi no la marcó de niña. Dice que está obsesionada con los letristas como Morrisey y Dylan, y que admira la cultura negra porque, como sus narraciones, está llena de personajes que sobreviven por encima de sus posibilidades. También dice que para escribir leyó obsesivamente literatura escrita por mujeres, sobre todo a cuentistas anglosajonas como Lorrie Moore o Alice Munro. Sabe que se merece todos los elogios por su primer libro porque trabajó sin parar, corrigió y volvió a corregir. Insistió. Flores, de 28 años, no solo es una voz joven con muchísimo talento: es una escritora testaruda, que sabe lo que quiere y cómo lograrlo.
Ha dicho que no pensaba escribir cuando comenzó a estudiar literatura, sino que fue algo que le ‘contagiaron’ sus compañeros de apartamento…
Empecé la universidad en una época en que era medio ilusa y romanticona, y la carrera de literatura se me hacía muy atractiva, pero no pensaba escribir. En ese entonces tenía unos diecinueve años y compartía el departamento con cuatro amigos que estaban decididos a ser escritores: no iban a clase, se encerraban a escribir, tenían mucha disciplina. Escribían en la mañana, en la tarde, leían todo el día, nos leíamos, nos criticábamos. En la literatura encontré mucha belleza, no más. Es un arte muy conmovedor y eso, hasta ahora, me parece alucinante.
Antes de que llegaran los premios, su libro fue rechazado por varias editoriales y tuvo muchas correcciones. ¿Del romanticismo a la realidad?
Todo es una mezcla. Nunca fue romanticismo total, siempre hubo mucho trabajo en paralelo. No es solo la idea romántica de la escritura, sino llevarla a la práctica. Hay mucho de controlar la ansiedad, de trabajar durante horas sin parar. Es un oficio como cualquier otro, como hacer muebles: para que salga bien hay que trabajar hasta obtener destreza. Sí hay un misterio en cómo llegan esas historias, pero para bajarlas al papel hay que leer, buscar en diccionarios, encontrar las palabras precisas…
Los cuentos de Lorrie Moore parten de libretas llenas de notas. Amy Hempel dice que está obsesionada con construir sus cuentos a partir de frases sueltas. ¿De dónde salen los cuentos de Qué vergüenza?
También tengo libretas donde anoto frases, un poco de todo. Soy muy observadora y estoy pendiente de lo que la gente hace, dice y, sobre todo, lo que cuenta. La gente siempre está contando historias. “Me pasó esto, me pasó lo otro”. También tengo una carpeta en la que guardo noticias extrañas o trágicas. No tengo un método que me defina. Voy mezclándolo todo. Por ejemplo, Talcahuano nació de una vez que estábamos de fiesta con unos amigos y algunos contaron que habían pasado todo un verano comiendo sandías, sentados en una cuneta. Me pareció una imagen muy bella: unos preadolescentes con el verano libre, comiendo sandías, en la calle, esperando la nada y disfrutando de todas formas. Es el retrato de la falta de esperanza, pero está lleno de vida. Los demás también surgieron de esa forma. Escribir es tergiversar. Es como corromper la realidad.
¿Cómo es el proceso de creación de personajes?
Es la parte más difícil para mí. Antes de empezar a escribir tengo muy bien perfilados a los personajes y hay muchas cosas que sé de ellos y que no voy a decir en el cuento, solo tengo que saberlas yo. Por ejemplo, en qué trabaja el personaje, qué hace y las pequeñas decisiones que ha tomado y que han moldeado su vida y que forman su personalidad. Todo el tiempo me pregunto si el personaje haría una cosa u otra, cómo diría lo que va a decir. Cuando escribí los personajes masculinos del libro me costaba más, sobre todo porque hay mucho prejuicio respecto a cómo escribe un hombre. Pero me di cuenta de que esos paradigmas están desapareciendo y las voces de los hombres están cambiando; ya no son voces necesariamente duras y concretas.
Sus cuentos están narrados desde el punto de vista de un personaje…
La narración está en tercera persona, pero el cuento siempre se focaliza en un personaje. El narrador mira a través de los ojos del personaje. Esto suma otra capa de complejidad porque uno, como escritor vanidoso, se quiere lucir con ciertas frases o imágenes, con metáforas y formas de narrar, pero hay que preguntarse si esa imagen bonita, genial, divertida, qué sé yo, inteligentilla, está en consonancia con el personaje, si es necesaria. Eso es duro para un escritor porque debe decidir no deslumbrar al lector por el bien del relato. Para mí es importante que la narración sea entretenida y diferente, pero también que sea natural, no pretenciosa. Me gusta leer buenas imágenes, que los escritores sean ingeniosos, como Lorrie Moore, pero a ella no se le nota la búsqueda de la genialidad. Es muy difícil tomar la decisión de guardar eso.
¿Esta conciencia de cómo escribe se dio durante el proceso de escritura o llegó después, al hablar del libro?
Las historias que están en ese libro se dieron inconscientemente. Si bien había un trabajo de temáticas y voces, también aprendí a escribir. Las charlas en entrevistas y con lectores me han llevado a entender las decisiones que tomé. O a tratar de hacerlo, porque uno nunca termina de entender la literatura y esa es la gracia.
Sus cuentos están llenos de nostalgia por relaciones pasadas, veranos lentos, infancias marcadas por un punto de quiebre particular. Esta temática está presente en mucha literatura contemporánea. ¿Cree que narrar la infancia es una preocupación de su generación?
Mi libro no es autobiográfico. No tiene mucho de mis propias historias. Entonces no sé si hago parte de una generación que escribe sobre su propia infancia. Pero si uno se pone a pensar, no solo los escritores están hablando de su infancia. Pasa en cine, en música. Lo que sé es que estoy en una generación mucho más ensimismada. Una generación que no está teniendo hijos, no está haciendo familia, y en ese sentido no está cuidando de otros, sino viendo su propio pasado y reflexionando al respecto. Antes los escritores hablaban de la infancia cuando eran mayores y por fin tenían tiempo de pensar en su pasado. Ahora pensar en el pasado ocurre naturalmente. Además, la infancia es un lugar que se está recuperando.
Leyó a muchos cuentistas en el proceso de trabajo de este libro. ¿Cuáles son esos cuentos que fueron como una epifanía?
Hay tantos. La Isla de Cortés, de Alice Munro: lo leí, lo releí, lo desarmé y aluciné. Los cuentos de Salinger, en específico El tío Wiggily en Connecticut. Es precioso. De Lorrie Moore leí muchos, pero recuerdo Dispuesta, de Pájaros de América. Hay uno de Faulkner, Ninfolepsia, que es sobre un hombre que tiene sexo con un bosque. Y claro: La cosecha, de Amy Hempel. Recuerdo que lo leí en un blog porque a Chile no llegan muchos libros extranjeros. Ese cuento me voló la cabeza.
**Paulina Flores hablará el viernes 27 de enero a las 12:30 en Unibac.
CAROLINA VENEGAS K.
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