Cuando yo era niño, envidiaba una peinilla de carey que tenía un compañero de colegio que era rico. En las tiendas de entonces vendían peinillas de imitación carey que costaban unos centavos apenas. Un buen día, alguien nos dijo que el carey se sacaba del caparazón de una tortuga. A pesar de que todos sabíamos que las tortugas eran animales, no teníamos la experiencia para saber que para conseguir carey había que matar tortugas salvajemente. En ese entonces, el carey era lo máximo de la elegancia: había muebles con incrustaciones de carey, peinetas, diademas, pulsos de relojes y otras cosas. En ese entonces, las personas también se ufanaban de tener objetos de marfil: dados, abrecartas, fichas de ajedrez, incrustaciones para el necesser. Nadie tenía muy claro que para conseguir marfil había que matar elefantes.
Así eran esos tiempos: Brigitte Bardot y la princesa Grace Kelly salían a la calle vestidas con piel de leopardo y las revistas estelares no dejaban de admirar su elegancia. Nadie lograba visualizar la brutal cacería detrás de esas prendas; sangre no había en ninguno de los casos. En los años 50, lo más chic era tener pieles de zorro con la cabeza del zorro disecada. Ignoro cómo admirarían aquello, cuáles serían las palabras: algo como “mira esos ojitos tan llenos de vida” o “qué trabajo maravilloso, parece vivo”. En una carátula de LP de 1976, Andy Gibb, el menor de los Bee Gees, lucía tremendas botas de piel de cocodrilo con una sonrisa triunfal.
Así eran esos tiempos. Hasta que comenzaron a mostrar de dónde salían esos lujos: las brutales y macabras faenas de caza, el sufrimiento de los animales. Hubo quienes continuaron con su gusto por las gafas de carey, los dados de marfil, la bufanda de zorro y la piel de tigre de bengala, pero ya no eran objeto de admiración popular ni mediática, cosa que los obligaba a lucir en privado sus prendas y accesorios hechos con partes de animales. A pesar de no estar prohibido, la gente comenzó a repudiar a todos los que practicaban ese tipo de moda. Se volvió vergonzante y la práctica, al menos públicamente, desapareció. Hoy en día, todos los animales salvajes están protegidos por leyes locales, nacionales y orbitales.
Cuando yo era niño se hablaba de las faenas de toros como lo más grande. Cuando había temporada de toros, los chicos jugábamos a torear animales imaginarios y hacíamos verónicas y chicuelinas; hasta imitábamos el terció final de la muerte, con la cara adusta, los ojos de puntería, la mano tensa sobre la espada de palo. La palabra ‘ole’ la decíamos a todo pulmón. La fiesta brava era fantástica con sus banderillas de colores, los caballos de pique, los rejoneadores, los toreros, la arena. La sangre era lo que menos se veía, porque toda estaba en la piel del animal. Así eran esos tiempos. A la gente le parecía lo máximo, y en las páginas sociales salía la gente en la plaza de toros. Había expertos para hablar del modelo que lucía tal o cual actriz o reina o dama de la realeza. Con el tiempo pasó lo mismo. Las cámaras comenzaron a enfocar al toro. Apareció la sangre y quedó clara la brutalidad. Mucha gente dejó de asistir a esas corridas. Quienes asistían solo por arribismo de pronto se vieron apoyados por mucha gente y tomaron la decisión de arribar a mejor linaje de otra manera –se aficionaron a los cocteles–. Cada vez es más impopular la fiesta brava. Cada vez es más vergonzante. Se avecina el tiempo en el que tengan que practicar su afición a puerta cerrada, en plazas de fincas privadas o pueblos apartados, donde nadie los vea, para que no sean vilipendiados.
Por puro pudor, diría yo.
Cristian Valencia
cristianovalencia@gmail.com