Sin hacer ejercicios de prospectiva política, social, jurídica, y menos de futurología ni clarividencia, se me ocurren seis cosas importantes que estamos esperando para este 2017, unas buenas, otras malas y algunas alarmantes; hay varias que nos dejaron con la expectativa de las temporadas de TV gringas porque su último capítulo del 2016 quedó en punta; otras, que cayeron como baldado de agua fría el año pasado, aunque sus consecuencias, víctimas y desastres empezarán a clarificarse solo a lo largo de los meses venideros. Por último, hay algunas en las que cabe pensar con el deseo.
Tras seis años de sorpresas, mentiras, manipulaciones, extraños peritajes, en una sordidez procesal y forense aun escandalosa para un país estructuralmente sórdido como Colombia, en noviembre se cerró el expediente Colmenares. Fiscalía, Procuraduría y Tribunal de Bogotá coincidieron en que fue un asesinato, y la primera pidió condenar a Laura Moreno y a Yessi Quintero por coautoría impropia, falso testimonio y encubrimiento. Si el juez no sale con alguna sorpresa, este par debe ir a la cárcel por un buen tiempo y quizá rompan su silencio sobre quién o quiénes le propinaron a Luis Andrés la golpiza brutal que lo mató. El veredicto será un alivio parcial (o un golpe sin piedad) para una familia atropellada por la violencia, pero más aún por el absurdo, la ineptitud e incluso el ridículo de una justicia y su demora de seis años hasta llegar a descubrir que nadie se suicida lanzándose de un metro y medio de altura a una corriente que es en realidad un delgado hilo de agua.
Lo de Andrés Felipe Arias es un poco menos predecible. Está condenado a 17 años de prisión por la Corte y destituido e inhabilitado por la Procuraduría por falta gravísima; es prófugo de la justicia colombiana desde el 2014 cuando, por la presión política y mediática, un juez permitió excarcelarlo (la cárcel era la Escuela de Caballería) para que defendiera su honestidad como hombre libre. En una demostración contundente de esa honestidad, y cuando vio que la Corte estaba decidida a condenarlo, huyó casi un mes antes de que ese tribunal lo hiciera público. Estuvo tranquilo en Estados Unidos hasta agosto del 2016, cuando Colombia lo pidió (dos años después) y un juez gringo decidió apresarlo para que no burlara la ley una vez más. A más tardar en el primer semestre, Arias debería estar de nuevo aquí, extraditado, pero quizá esto no ocurra porque, como él mismo aseguró en una entrevista en ‘Semana’, no traerlo sería un “gesto de paz política” de Santos, ya que su extradición “fue una exigencia de las Farc”.
De Donald Trump pensábamos que se iba a moderar luego de haber ganado los comicios; que sus insultos, su extremismo económico, sus propuestas agresivas en política exterior, su tozudez y descaro para mentir eran estrategia electoral; en pocos días ha quedado claro que no, que la intemperancia es su método, y que las posiciones le vienen de un racismo genuino, de una convicción de la supremacía blanca que él representa como salvador de un país hundido por la diversidad, por el liberalismo político y mental; un país que cometió el error de ceder un poco de sus cifras macroeconómicas para arriesgar algo de equidad, compensación y equilibrio con sus vecinos de abajo, a través del libre comercio. En su respuesta al discurso de Meryl Streep hace una semana, además de apelar al insulto y la descalificación personal, también niega haberse burlado de Serge Kovaleski, el periodista discapacitado del ‘NY Times’, a pesar de los videos en los que se le ve, con la boca torcida y la mano desgonzada, imitando al reportero.
A la paz colombiana le espera el año más duro de todos. Herida de gravedad por la derrota en las urnas, salvada a última hora por el Consejo de Estado al admitir la demanda contra el plebiscito por las evidentes trampas en la campaña del ‘No’, y por la Corte Constitucional que aprobó el mecanismo del ‘fast track’, es una paz que deja el sabor de la imposición artificiosa, del “conejo” y la trampa a un designio popular. Además es una paz vacilante porque ha estado, está y estará en colisión con los intereses de la extrema derecha que la ve como la peor amenaza a su supervivencia, pues su discurso como grupo se sostiene en que exista lucha armada y que ha encontrado en su oposición a la paz el pretexto ideal para disfrazar como cacería, orquestada entre Santos y Farc, todos los llamados a cuentas de la justicia a la venalidad del Gobierno y el posgobierno Uribe. También es una paz frágil porque depende de un presidente débil, atrapado en su propia corrupción, desprestigiado, y de una guerrilla que lleva muchos años sin hacer política, que no sabe regular sus oportunidades para hablar y para callar, que sigue debiendo demostraciones concretas de su nueva índole y que actúa con una lógica arrogante para autoconvencerse de que no perdió la guerra.
Justamente, una de esas demostraciones sería tomar distancia de Venezuela, que completa, en este 2017, dieciocho años de dictadura, de aventura fallida, de caos institucional y debacle económica, y al menos cinco de catástrofe humanitaria por una hiperinflación y un desabastecimiento que ya la acercan al hambre y a la enfermedad real. Cercada por la OEA, rechazada por sus antiguos aliados de Mercosur, con Cuba alejándose tras el sueño americano y Colombia dándose el lujo por primera vez de cerrar la frontera desde este lado, con el atisbo de una nueva geopolítica menos tolerante e intervencionista en Estados Unidos, Maduro y su chusma en el poder deberían tener los días contados. Ahora sí.
Y en esa línea de pensar con el deseo, el 2017 puede ser el del inicio de un experimento político sin precedentes en Colombia: Claudia López ha decidido arrancar carrera por la presidencia. Independiente de qué tanto éxito inmediato logre, ya con ella se hacen añicos muchos paradigmas, por mujer, por ‘outsider’ sin ligazones políticas con las élites de siempre, por una opción de vida privada que aún escandaliza a muchos, por combativa, por vertical en lo que hasta hoy le conocemos de moral pública. Su presencia en una contienda presidencial asegura altura en el debate, autonomía para hablar sin cálculos ni milimetrías sobre partidos o grupos económicos, lucha frontal contra la corrupción, visión civilista y moderna de la sociedad. Todo eso le asegura desde ya una oposición feroz desde la política tradicional y los grupos religiosos, aunque también le permita aglutinar a los independientes y a la izquierda, y tal vez le abra la llave mágica de los indiferentes, o sea ese 55 por ciento del electorado sinvergüenza que en cada elección se queda en casa. Son los tiempos de la rebelión, de la rabia, de la incredulidad, de la posverdad. Todo puede pasar, y quizá sea hora de que nos pase algo bueno.
SERGIO OCAMPO MADRID