Cada cierto tiempo reaparece el cadáver incorrupto de Eva Perón para reverdecer su recuerdo en la memoria del pueblo argentino. Hace relativamente poco, los artistas porteños le hicieron también un homenaje a Libertad Lamarque. Son acontecimientos que sirven para recrear el choque abrupto que las dos señoras tuvieron en 1944, mientras bailaban un pericón durante el rodaje de ‘La caravana del circo’.
El tiempo reivindica el rigor apaciguando la furia de las pasiones. Solo así puede escribirse la historia de manera imparcial. Los libros de John Barnes (Eva Perón) y Juan José Sebreli (‘Eva Perón. ¿Aventurera o militante?’) registraron, con el tropel de sus pormenores, el itinerario de una vida tomada de la mano por la fortuna y tronchada muy pronto por la fatalidad. Pero el éxito editorial de Alicia Dujovne (‘Eva Perón. La biografía’) pinta a la malograda presidenta consorte con los rasgos claros y los impulsos sombríos de una personalidad que se columpiaba entre las alucinaciones y el enigma.
En esas páginas es fácil descubrir las líneas maestras de los dos temperamentos: la elegante sencillez de la estrella consagrada y la cursilería insolente de la pescadora de oportunidades. La una, doña Libertad, se llenó de laureles con su voz dulce y sus papeles estelares. La otra, doña Eva, poderosa por su excitante desempeño en el claroscuro de los aposentos, encontró su realización en un ámbito que no fue el de sus íntimos anhelos pero que aprovechó sin remilgos para volcar sobre sus malqueridos el brasero de sus rencores.
La fábula de las dos bofetadas en el rostro de Evita, una de Libertad Lamarque y otra de Nelly Ayllon, la protagonista de ‘El cura de Santa Clara’, la descarta de plano Alicia Dujovne. O las bofetadas fueron un invento de los caminantes fantasiosos de la calle Florida, o una piolada de las espigadas adolescentes del parque de Palermo. El episodio iba y venía de modos diferentes. Según la propia Libertad Lamarque, sus reproches contra Evita apuntaban a su indisciplina y a la ostentación que hacía de su vínculo espurio con Perón.
En pocas palabras, a la Reina del tango le incomodaba la jactancia de una principiante sin talento artístico, remolcada por la sombra y las insignias de un amante mandón. Pero para Evita los reproches eran afrentas, y ella jamás tuvo alma para perdonarlas. Cuando su boca llena de odios decía “no corre”, la Argentina entera traducía: “Evita lo prohibió”. De manera que no había productor cinematográfico ni empresario musical que se atreviera a contrariar el humor imperioso de la rubia advenediza de Los Toldos.
Sin embargo, no solo su voluntad de hierro se impuso en el pleito legendario con Libertad Lamarque. El segundo Roosevelt, Franklin, les cortó el chorro de acetato de celulosa a los cineastas argentinos, porque un decreto del Gobierno austral resolvió monopolizar en favor de sus partidarios todo el celuloide importado de los Estados Unidos y sacar del mercado a sus opositores. Gracias a ese bloqueo, la soprano ligera de ‘Besos brujos’ y ‘Madreselva’ emigró hacia un México que la admiraba y que al poco tiempo de haberla acogido la erigió en patrimonio artístico nacional.
Al amparo del gobierno de Ávila Camacho, Libertad Lamarque casi no extrañó a la Argentina que había cambiado la ley por los favores y la razón por los “milagros” de una diosa de arena movediza. Un lustro después, la multitud que se arremolinaba en el Ministerio de Trabajo para recibir los donativos que Evita repartía a montones, marcharía llorosa a sepultar ese cadáver que reaparece de tanto en tanto como un fantasma en agonía.
El destino bifurcó los senderos de esas dos figuras, tan parecidas y tan distintas, de una historia fascinante.
CARLOS VILLALBA BUSTILLO